A lo largo de los años, no han sido pocas las ocasiones en las que lectores en ciernes han entablado conversación conmigo para que, desde mi experiencia con el noveno arte, les recomendara algún título o títulos con que comenzar a adentrarse en este maravilloso mundo que es el de la viñeta impresa. Asunto cuanto menos peliagudo, máxime si las edades de dichas consultas varían desde mis alumnos/as hasta amigos/as mucho más cercanos/as a mi generación que, de repente, se han visto atraídos/as por la narrativa secuencial, tirar de los puntales que, en las últimas décadas, han marcado el devenir de la historia del medio no es siempre garantía de éxito por cuanto, normalmente, los que han colocado a dichos puntales en su sitio son lectores veteranos que han encontrado en sus páginas algo que nunca habían encontrado antes.
Recomendar tebeos requiere, pues, de un ejercicio de imaginación considerable y de regresión aún más intensa para intentar conectar con aquello que nos llamó la atención por vez primera cuando, décadas atrás, abrimos un tebeo en el kiosco o papelería de turno y nos dijimos «Uauh…esto es para mí». Sería de una soberbia considerable afirmar que, de todas esas veces en las que he claudicado ante la insistencia del interlocutor de turno y he terminado recomendando algo, jamás he errado en la recomendación —o reCOMICdación, vocablo inventado que nos sirvió a Mario y a servidor para dar nuestros primeros pasos en el mundo de la crítica de tebeos—; de hecho, no han sido pocas las instancias en que he hecho enfática sugerencia de un cómic que me parecía magistral y el otro/ la otra, no ha encontrado en él lo que yo creía que debía encontrar.