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Disculpas por adelantado pero, dada la relevancia que ‘Kingdom Come‘ ha tenido en mi trayectoria lectora, es imposible arrancar este Fancueva Select Edition sin haceros partícipes de una nueva batallita de lector veterano, en esta ocasión, trasladándonos a 1997. En concreto, al verano de aquél ya lejano año.
Por aquél entonces servidor había dado cuenta ya de su primer curso en la facultad de Arquitectura Superior de Sevilla y, en lo que al cómic se refiere, había encontrado en la desaparecida Elektra, situada en la calle Zaragoza de la capital hispalense, el lugar de peregrinaje, casi diario, del que nutrir una tebeoteca bastante raquítica por aquellos primerizos años de afición: recordad que sólo llevaba un lustro metido en serio en esto de los tebeos y que, además, los medios económicos que sufragaban la afición eran limitados…de estudiante, vamos. Pero eso no quitaba para que, ahorrando cual hormiguita, ya empezara a pedir cosillas en el Previews y que, llevado por la intensa campaña de publicidad que se le había hecho a lo largo y ancho de las grapas de DC durante 1996 —tenéis una de ellas en la sección cuatro de este artículo—, decidiera invertir 16.000 pesetas —unos 100€ actuales, que por aquél entonces era un dineral— en la edición en HC, primera de las incontables que el trabajo de Mark Waid y Alex Ross ha conocido desde entonces.
De hecho, mi intención inicial no era haberme pedido esa edición —la que podéis ver a la izquierda— sino una aún más bonita, diseñada por Graphitti y que tenía dos volúmenes, el que veis en la imagen y uno rojo, a modo de Biblia y que contenía todos los diseños de Alex Ross —os hemos dejado foto en la siguiente sección—, esos que, en posteriores volúmenes, han terminado formando parte de lo que DC ha incluido en ellos —vamos, que es un material que cabe encontrar en la Edición Deluxe y el Absolute de la compañía y, por supuesto, en la Edición de Lujo que ECC publicó hace un tiempo. Pero aquella edición, limitada como podéis imaginar, se escapaba de lo que mi bolsillo podía permitirse, así que hube de «conformarme» con un volumen que recuperé hace poco después de haber cometido la imprudencia de cedérselo a un buen amigo —al que no puedo agradecer lo suficiente el que me dejara llevarlo de nuevo a mi hogar.
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Sea como fuere, cuando el ‘Kingdom Come’ llegó a Elektra, estábamos ya de vacaciones de verano y hubo de ser mi suegro el que, en una visita a la capital en pleno mes de julio, tuviera que hacerme el favor de pasarse por la tienda y apoquinar el importe del cómic. Afortunadamente, no hubo crítica alguna por su parte porque compartimos afición, así que me ahorré, al menos de ese lado, la inevitable mirada reprobativa de adulto hacia el enorme gasto en el que estaba incurriendo —la crítica vino de mano de su hija, mi actual esposa…pero eso es otra historia.
Decir que me bebí aquellas páginas en un camping al que fuimos al día siguiente de tener el volumen en mis manos, es quedarse cortos. De hecho, si no me falla la memoria, la primera lectura que le hice a ‘Kingdom Come’ fue una de las más veloces que he hecho en mi vida por cuanto era imposible despegarme de aquellas hipnóticas páginas, incluso ante las increpaciones de mis amigos —y mi novia— que no entendían qué diantres hacía leyendo sin parar cuando podía estar bañándome en las playas de Tarifa.
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Pero aún diré más, aquella lectura, que me dejó boquiabierto por muchas razones, no fue sino la primera de muchas que, a lo largo de los años le han caído a éste, el único cómic que me he comprado hasta en 7 versiones diferentes y del que, tras haber vendido alguna de ellas, aún conservo tres: la original, la Deluxe estadounidense y una en Absolute que jamás, jamás, he tocado más allá de cuando llegó, la desprecinté, la hojeé por encima y fue a parar a la Kallax que tengo en mi estudio dedicada a dicho formato de DC —por el camino quedaron, por si a alguien le interesa, el TPB USA; la edición de Graphitti (a la que le gané un 200% cuando la vendí…cosas del coleccionismo); los prestigios originales, que adquirí años después de su aparición y una de las primeras ediciones españolas en recopilatorio, de la que me deshice cuando decidí que todo lo que tuviera yanqui…tenía que ser en inglés…historia para otro día.
Como comprenderéis, toda esta historia previa no hace sino un par de cosas. Primero, justificar haber dedicado cinco párrafos a contar una batallita —adornada con cosillas relativas a las diferentes ediciones que ha conocido el tebeo a lo largo de los años, pero batallita a fin de cuentas. Y, segundo, dejar claro la suma relevancia que, ya lo decía antes, ‘Kingdom Come’ jugó en mi pasión por los cómics. Bien es cierto que, inicialmente, fue un papel que se limitó a los cómics de superhéroes, pero hoy en día diría que es una relevancia que estableció muchos parámetros del tipo de historias que siempre han dejado más huella en este redactor.
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Y es que, para alguien que llevaba tan poco tiempo leyendo superhéroes, tener que asomarse a la continuidad ya era un problema considerable. Bien es cierto que, en aquellos tiempos pre-internet, en los que la única información acerca de la continuidad venía de quien llevara más tiempo leyendo cómics que tú, nos importaba cuatro pimientos comenzar una serie a la altura que tocara y, desde ahí, intentar ir montando en nuestra cabeza lo que fuera que había sido su recorrido hasta ese punto a la espera de poder completarlo con datos fehacientes provenientes de la futura adquisición de los ejemplares previos de la colección. Es por ello que los Otros Mundos de DC, los añorados Elseworlds —bueno, más o menos añorados, que el Black Label no deja de ser un remedo de esa antigua línea editorial—, encajaban tanto con mis tempranas filias: no necesitaban de más conocimiento que el saber quiénes eran Superman, Batman y el resto de héroes de la casa y te ofrecían una historia cerrada fuera de toda continuidad.
Tanto es así, que, más allá de toda cabecera nueva que asomaba por las estanterías de las librerías/papelerías de mi ciudad natal —y ahí la Image de los comienzos tuvo mucho que decir— los Otros Mundos publicados por Zinco fueron lecturas muy recurrentes, no tanto como lo llegaría a ser ‘Kingdom Come’, pero recurrentes a fin de cuentas cuando mi tebeoteca, en lugar de contar con los cerca de 3000 volúmenes que la conforman a día de hoy, tan sólo tenía un centenar largo y la relectura —el placer de la relectura al que tantas veces nos hemos referido—, era la forma de entretenimiento casi diario si a los cómics nos tenemos que referir.
Pero, como diría Peter David, me estoy desviando del tema, hablemos ya, como es debido, del reino por venir.
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Es bien evidente que, más allá de su guionista, que hace veintiséis años ya gozaba de considerable reputación en el cosmos editorial yanqui —no tanto como el que ostenta hoy, claro, con casi tres décadas más a sus espaldas e incontables proyectos de espléndido calado en su cartera—, el principal reclamo de ‘Kingdom Come’ y, creemos, la razón fundamental por la que DC hizo tanta pompa y boato de aquellos cuatro prestigios, era Alex Ross. No en vano, el dibujante había prorrumpido en la escena del cómic estadounidense tan sólo dos años antes con el ‘Marvels‘ escrito por Kurt Busiek, sorprendiendo a propios y extraños con lo detallado y realista de sus viñetas en un tebeo que, por méritos propios, ya es un clásico en toda regla del Universo Marvel.
Todo el revuelo que se había levantado entre el fandom alrededor de aquella mirada cargada de verismo al nacimiento de la cosmología de la Casa de las Ideas —que contaba como mejor baza con su personaje central, un periodista testigo del amanecer de los héroes de la editorial— era el que, un par de años más tarde, iba a acompañar al anuncio por parte de DC de una miniserie de similares características a la de Marvel: cuatro prestigios, los mismos que ‘Marvels’, dibujados por Ross y escritos por un artesano de la casa, perfecto conocedor de los entresijos más esquivos de la continuidad del universo DC. No es que hiciera falta, claro está, por el talante de Otros Mundos del proyecto, pero es obvio que mucho de lo que ‘Kingdom Come’ termina calando en el lector es, qué duda cabe, debido al buen entendimiento y el respeto que Waid gasta hacia todo elemento del panteón de la editorial que aparece por las páginas de la historia…y no son pocos.
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Ya en la publicidad que DC le hizo a la serie durante los meses previos a su lanzamiento, se podía intuir algo que queda muy claro en las primeras páginas de la historia con ese personaje central llamado Norman McCay leyendo citas del libro de Job a un moribundo Wesley Dodds (el Sandman original): el carácter bíblico y de corte religioso que Waid imprime al relato, otorgándole cualidades mesiánicas, no sólo a Superman —algo que el último hijo de Krypton siempre ha cargado sobre sus hombros— sino a buena parte de los hombres y mujeres agraciados con poderes que, en esta distopía que el guionista imagina, hace tiempo que, o se han retirado, debido a diversas circunstancias —algunas muy dramáticas, como la que rodea al hombre de acero— o siguen en activo a espaldas de un público que ya no los ve como aquellas figuras que admirar, sino como entes disruptivos que hacen lo que les viene en gana en virtud de sus habilidades.
Ello es debido a que, en el futuro de ‘Kingdom Come’, los superhéroes son muy comunes, demasiado comunes, cabría apostillar, y la inmensa mayoría de ellos carecen del código moral bajo el que se movían sus predecesores, abusando de sus habilidades para su propio provecho e ignorando, en sus constantes choques, las posibles consecuencias nefastas para el ciudadano de a pie. Este modo de actuar que les ha granjeado la antipatía del hombre medio y de los poderes fácticos, llega a su punto culminante cuando Kansas es arrasada y convertida en zona cero de una catástrofe medioambiental que amenaza con poner en peligro el modo de vida yanqui. Y, ahí, tras unos primeros compases de dónde está quién, es cuando arranca realmente el entramado de ‘Kingdom Come’
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Un entramado que, al margen de contar con esa enorme ventaja de no depender de nada para poder ser comprendido en su totalidad —sí, hay que saber quién es quién, pero la cultura popular se ha preocupado sobremanera en hacer cercanos, al menos, al núcleo central de los héroes—, tiene entre sus méritos uno aún mayor: hacer gala de una narrativa compacta a través de la que, huyendo de la descompresión posterior a la que incontables guionistas han sometido al mundo del tebeo de superhéroes, Waid plantea una estructura que en cada número avanza imparable para cubrir el 25% de su cuota global.
Así, en el primer ejemplar se introduce el dramatis personae, se establece la premisa y la conclusión coquetea con el apocalipsis por llegar. En el segundo, se ponen en movimiento planes y los héroes eligen bando. En el tercero, unas cuantas sorpresas que nos cogen desprevenido hacen que la tensión suba considerables enteros y el caos se desata —dando paso, por cierto, a una de esas páginas impactantes que quedan grabadas en la retina y la memoria del lector. En el cuarto, la gran batalla que lleva páginas intuyéndose prorrumpe con toda su fuerza en las páginas y se toman decisiones que cambiarán el destino de los personajes. Y, por si eso fuera poco, la historia cuenta incluso con un breve epílogo que resuelve todos los interrogantes desde la tranquilidad de una conversación a tres bandas entre Clark, Bruce y Diana, dejando la puerta abierta a un futuro esperanzador. Waid y Ross dan así una clase magistral de cómo plantear una ópera superheróica auto-contenida en cuatro actos tan catártica como provocadora y que nunca, NUNCA, se siente que necesite de adornos añadidos para funcionar.
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El único rincón del que dimana el adorno, en la acepción estricta del término, es el trabajo de Alex Ross. Mucho se ha dicho y escrito sobre cómo el artista se aproxima aquí a su visión de los cruzados con capa y los hombres de acero —a tal respecto, os recomendamos encarecidamente el libro ‘Mythology‘, que recorre su trayectoria en DC y es pieza imprescindible en la tebeoteca de cualquier coleccionista de cómics que se precie. No sé si coincidiréis conmigo en la apreciación de que pocos artistas visuales han podido igualar la capacidad para la grandeza de Ross, algo bastante irónico teniendo en cuenta que la idiosincrasia fundamental de su estilo es hacer que los personajes parezcan reales. De hecho, la paradoja que rodea a Ross es cuanto menos curiosa, pues la realidad debería ser pobre sustituto de las maravillas que vemos en un cómic y el que eso mismo nos haga los ojos brillar de entusiasmo al asomarnos a sus planchas da que pensar: en las viñetas de Ross, como en las de cualquier cómic de superhéroes, vemos pasar cosas imposibles —gente volando, explosiones de energía, estaciones espaciales hechas de luz sólida…— pero se nos presentan como si formaran natural parte de nuestro mundo. De repente, ya no somos lectores, somos viajeros que han escalado el Olimpo y han mirado a los ojos a los Dioses. No hay ningún artista que hubiera sido más apropiado que Ross para conseguir esto.
No es que otro autor hubiera sido el encargado de poner en dibujos y narrativa el guión de Waid por cuanto la idea de partida fue cosa de Ross, y cuesta pensar que el artista hubiera cedido el control sobre ‘Kingdom Come’ por más que, eventualmente, la idea fuera asimilada y regurgitada por la maquinaria de DC en aquel spin-off llamado ‘The Kingdom‘ sobre el que volveremos en un momento. La pareja sólida que formaron dibujante y guionista demostró que ambos tenían un control considerable sobre la narrativa global al tiempo que dejaban instantes individuales, ya en líneas de diálogo, ya en imágenes, que permanecen, como ya apuntábamos antes, de manera permanente en la memoria del lector. Tanto uno como otro probaron tener una habilidad considerable para conseguir lo que los grandes cómics de superhéroes hacen: presentar grandes ideas de manera con acción e inventiva para que atraviesen nuestras defensas mentales naturales contra la ficción.
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En lo que a esos momentos respecta, a esos instantes en los que ‘Kingdom Come’ accede a la inmortalidad, ahí tenemos el final del primer número —ilustración de la izquierda—, con Superman salvando el día y volando sobre la muchedumbre enardecida con dos de los nuevos vigilantes en mano, una cara de desaprobación que lo dice todo y ese Norman pensando «Ha vuelto y, Dios mío. La amenaza del armagedón no ha terminado. Sólo ha hecho empezar». Ese instante en el que, afirmando «Dije dos azucarillos», Vandal Savage le rompe el cuello con desdén a una secretaria. La horripilante secuencia en la que Lex Luthor le lava el cerebro a Billy Batson y adelanta el concepto de fake news o, en términos de comentarios de rabiosa actualidad, el Americomando gritando desde la Estatua de la Libertad que la mayor amenaza de todas son las masas de inmigrantes pidiendo la ciudadanía.
Pero por todo lo grandioso que son dichos instantes, y otros muchos que se acumulan a lo largo de la lectura —insistimos en llamar la atención sobre esas dos o tres páginas finales del tercer número…antológicas como ellas solas—, no significarían nada si la historia no lograra acertar de pleno en la Diana. Sin incurrir en destripes innecesarios —aunque, seamos francos, no creo que os estéis leyendo este enorme texto si no fuera porque ya habéis dado cuenta al menos una vez de ‘Kingdom Come’—, es suficiente afirmar que el trabajo de Waid y Ross presenta una conclusión temática que es tan inusual como incitadora a la reflexión: colegiréis conmigo en que las ficciones de superhéroes giran fundamentalmente en torno al poder y su uso responsable, y la lección que tanto Superman como nosotros terminamos extrayendo de los acontecimientos que aquí se narran es que los superhombres y supermujeres sólo pueden permitirse ser paternalistas/maternalistas hasta cierto punto.
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Sí, en los mundos de ficción —y, lamentablemente, en la realidad— está muy bien ser protector pero ¿qué coste tiene eso para aquellos que se protegen? Una vez que quitas la capacidad de acción a los menos poderosos, te conviertes en una especie de colonizador, por muy benevolente que seas. Se pierde la democracia. Se pierde la cooperación. Se pierde la política. El poder es poder y su existencia no puede ser negada, pero aquellos que lo ostentan harían bien en entender que tiene que ser manejado en colaboración con esos que carecen de sus habilidades, escuchando lo que tienen que decir. Si no es así, los reprimidos siempre harán oir sus voces y alguien tendrán que pagar el precio.
Y aún así, esta lección no se nos presenta de manera paternalista, no detectándose en la voluntad de Waid y Ross el aleccionar sobre un asunto del que tienen todas las respuestas, dejando ambos mucho espacio para incluso discutir sus conclusiones si así lo queremos; aunque, honestamente, somos de los que creemos que dichas conclusiones son tremendamente sólidas y se han explorado muy poco en otras ficciones con superhéroes de protagonistas.
Esto no quiere decir que ‘Kingdom Come’ carezca de legado. Antes bien, como decíamos en una sección previa, ahí está ‘The Kingdom’, que exploró las vidas de algunos de los personajes que aquí se ven con más o menos fortuna pero, al no contar con la implicación de Ross, se terminó sintiendo como una más de tantas aproximaciones a universos alternativos antes que algo tan singular y único como aquello de lo que procedía. Afortunadamente, no hay que leer nada de esos sucedáneos para poder apreciar en toda su dimensión lo que ‘Kingdom Come’ ofrece: casi tres décadas más tarde, lo que Mark Waid y Alex Ross pusieron en pie, celebrando y criticando al género que ha conquistado el entretenimiento, sigue tanto o más vigente —e insuperable— que como era en el momento de su publicación original —os podéis imaginar cuál no es nuestra curiosidad ante la próxima aparición de los personajes de la miniserie en la cabecera regular de ‘Batman/Superman. World’s Finest’ que escribe, y no es casualidad, Mark Waid. Preguntaba la publicidad original «¿De quién se hará la voluntad?». Nuestra respuesta es clara: Hágase su voluntad, en la Tierra como en el cielo. La de Waid y Ross, claro. Amén.