El recuerdo restaura la posibilidad al pasado, haciendo de lo que sucedió algo incompleto y completando lo que nunca fue. El recuerdo no es ni lo ocurrido ni lo que no sucedió, sino su potencialización, su devenir una vez más.
Giorgio Agamben
Era algo que los que llevábamos casi veinte años siguiéndolo de manera impenitente, esperábamos y temíamos a partes iguales. Pero, tras dos décadas y la arritmia en la publicación de sus ‘Palookaville’ por bandera, Seth concluía la saga de ‘Ventiladores Clyde’ en 2017 en el volumen 23 de la citada cabecera que, al otro lado del charco, había publicado desde siempre Drawn & Quarterly. Atrás quedaban las constantes esperas al próximo número, las repetidas revisiones del material previo cada vez que uno nuevo llegaba a nuestras manos, la incertidumbre de si el canadiense daría alguna vez cierre a su tienda de aparatos de ventilación y la ineludible fascinación que por el camino despertaban sus otras incursiones en el noveno arte —porque, no lo olvidemos, entre ‘Palookaville’ y ‘Palookaville’ el artista se sacó de la manga la MAGISTRAL ‘George Sprott’ y las no menos geniales ‘Wimbledon Green’ y ‘The Great Northern Brotherhood of Canadian Cartoonists’—.
Atrás también, el poder saborear, como si de un un manjar se tratara, cada viñeta y página nueva, cada frase, cada pequeña acotación, cada nota que el autor iba destilando poco a poco, sin prisa alguna, en este relato de los hermanos Matchcard, Abe y Simon, dos extraños a los que la naturaleza juntó bajo un mismo techo y con los mismos padres y que, heredando el negocio familiar de la venta de ventiladores, se conducirán por sus respectivas existencias en modos y maneras tan diferentes como similares.
Tal oxímoron es al que Seth da pávulos a lo largo de las casi 500 páginas que conforman este drama que es la quintaesencia de su forma de entender, no sólo el mundo de la narrativa secuencial, sino la vida en sí misma: habitante de otra época puesto en la nuestra por una azarosa coincidencia de circunstancias biológicas, Seth ha hecho de la nostalgia y la melancolía sus señas de identidad, trabajando ambas en todas sus posibilidades, ya en ‘Ventiladores Clyde’, ya en cualquiera de las otras obras que citaba más arriba. Separadas, pero sobre todo juntas, las cuatro —mal llamémoslas— novelas gráficas, no arrojan ninguna duda acerca de esa mirada cargada de intención con la que el guionista y dibujante mira al mundo frunciendo el ceño a través de sus lentes redondas y bajo el ala de alguno de sus característicos sombreros y, chasqueando la lengua contra el paladar, emite un sonido de desaprobación ante el caos descontrolado en el que se ha convertido la sociedad contemporánea.
Y es que el mundo de Seth, aquél en el que a él le gustaría vivir, es un mundo que desapareció hace muchas décadas. Un mundo en el que las cosas se hacían de otra manera; en el que para llegar de A a B no tenías porque coger por el camino más corto si así te lo pedía el cuerpo; en el que podías encontrar lo sublime en la mera contemplación de un andrajoso paisaje o en un juguete que nadie miraría ni de soslayo; en el que los nombres tenían poder, un poder que conferían a los que los pronunciaban y que perduraba en el tiempo; en el que las mujeres eran madres y amas de casa y soñaban con salir del encorsetado rol que le imponía su entorno social; un mundo, en definitiva, diametralmente opuesto al nuestro.
En su centro, en el centro de ese mundo, y como motor al que figuradamente se unen las aspas cuyo movimiento da aparente sentido a todo el hilo conductor —un sentido burdo, sí, pero plausible a fin de cuentas por todos los muchos apoyos que encuentra a lo largo de la narración— Seth coloca a dos piezas contrapuestas, los dos hermanos cuyo protagonismo alternado pareciera querer asemejarse al girar de las palas que producen el aire de los ventiladores; y los suelta ahí, sin más, para que hablando entre ellos, hacia sí mismos o al lector —aunque me gusta pensar que en esa primera instancia, Abe está siendo grabado para una suerte de documental—, vayan dando pequeñas pinceladas con las que reconstruir la Canadá de los años cincuenta y sesenta o, por supuesto, las atribuladas psiques de dos hombres marcados por el abandono de su padre y por la notoria incapacidad que demostrarán, a lo largo de las décadas, ya para conducir la empresa lejos del inevitable cierre, ya para conducirse por los obstáculos que la vida les irá poniendo ya, por último, por poder emitir luz propia ante la prolongada sombra que, lo quieran o no, sigue proyectando la figura paternal.
En todo ello, Seth se muestra especialmente prolijo en detalladas descripciones de las cosas más nimias, de los objetos que nos rodean en nuestra cotidianeidad, esos a los que nunca prestamos más atención de la estrictamente necesaria. Pero para el canadiense, dichos objetos son los que nos definen, sino totalmente, sí en parte, conformando un telón de fondo sobre el que se interpreta el trasunto de nuestra existencia. De un detalle considerable son también los soliloquios que acompañan a un Simon sobre el que Seth proyecta sobremanera su propio yo, haciéndolo altavoz de su personalidad, su discurso y las curiosas idiosincrasias que rodean esa nostalgia que el autor ha convertido en filosofía vital bajo la firme creencia de que «cualquier tiempo pasado fue mejor».
Todo este discurso se articula, en lo visual, a través de un dibujo del que, ahora, en esta ESPECTACULAR edición que nos trae Salamandra calcada de la estadounidense publicada por D&Q, podemos observar bajo unas mismas cubiertas su notoria evolución desde el Seth de hace veinte años, que ya era un narrador consumado pero poseía un trazo algo «torpón», al Seth de ahora, el dibujante que, habiendo mutado su estilo hacia latitudes más cartoon y pulido aún más la forma en la que el tiempo discurre por sus viñetas, y llevando al paroxismo la precisión narrativa con la que desmenuza ese microcosmos en el que todo acontece, parece querer capturar el genius loci de la Canadá del pasado para traerla incólume al presente y entregarla a unos lectores que, a través de la menudencia que caracteriza a sus páginas, se ven expuestos a la artificiosa naturalidad en que éstas van narrando la historia.
Una historia que se las apaña, página a página, bocadillo a bocadillo, ilustración a ilustración, para ir penetrando nuestro yo, para meterse debajo de nuestra piel y hacerse una con nosotros hasta el punto de que, tras breves compases, podamos percibir olores, colores —todo el volumen está caracterizado por un cierto monocromatismo traducido a escalas de grises— y sensaciones de esas que no se enclavan en ningún sentido tangible y que hablan, con contundencia, de lo MAGISTRAL de ‘Ventiladores Clyde’, sin lugar a dudas, una obra cumbre del noveno arte de este siglo.