'Sueños de tinta', la gloria de la viñeta

Han querido los hados o la casualidad, vaya usted a saber, que en el último mes y pico se hayan cruzado por delante de este redactor tres obras, de tres editoriales distintas y tres autores diferentes, que giran en torno a la misma idea central y comparten no pocos lugares comunes entre ellas por más que, de la terna, una se sitúe a bastante distancia de las otras dos. Por sacaros de la duda, la terna son la que conforman este ‘Sueños de tinta‘ publicado por Nuevo Nueve, ‘El de la Batamanta‘ que nos traían las gentes de Dolmen y ‘El dibujante de Estambul‘, aparecido bajo el amparo de Harper Collins. Tres tebeos autobiográficos en los que Juan Álvarez, Isaac Sánchez y Ersin Karabulut se miran de formas diversas sus ombligos para, cada uno desde su particular perspectiva, ofrecernos a los lectores la oportunidad de saber, entre otras cosas, qué implica eso de ser dibujante de cómics. Pero, más allá de este denominador común, que establece ciertas pautas similares que podemos encontrar en uno y otro y que, en algún momento, reflexionan acerca del sueño de ser artista secuencial y de las dificultades que la vida interpone en tan arduo camino, la mayor de las similitudes la encontramos, paradójicamente, en cómo aproximan Álvarez y Karabulut, español y turco, sus respectivas historias, enmarcándolas con férrea voluntad desde una perspectiva histórica que no sólo repasa sus existencias y experiencias, sino aquellas que les rodearon, a uno durante la Transición en la España de finales de los 70 y principios de los 80, al otro en la convulsa Turquía de finales de los 80 y principios de los 90 —por si alguno tiene curiosidad y no planea hacerse con él, los derroteros por los que navega Sánchez en su obra están menos contextualizados a la época, aunque algo hay, y se apoyan muchísimo más en sus neuras.

Centrando el discurso en ‘Sueños de tinta’, que ya me he ido suficiente por las ramas con el párrafo anterior, el muy reconocible estilo de Álvarez, simple, directo y tremendamente efectivo, acompaña al lector con sus tonalidades grisáceas —magníficas las aguadas y el partido que el artista saca a tan limitada paleta— por la España que bosteza en su despertar a la democracia mientras intenta, en el corazón de nuestra patria, aunar vanguardia y ruptura con el letargo del régimen, la violencia de ETA y el miedo derivado de la organización terrorista. En esa tesitura, un joven Juan Álvarez abandona la limitación de visión de su pueblo natal para probar suerte en la capital y tratar de buscarse la vida como «pintamonas», un camino que, y esto no ha cambiado mucho con el paso de las décadas, ya era difícil entonces y sigue siéndolo hoy. Con mucha simpatía, más honestidad y un tono que combina con precisión el desenfado, el humor y la hondura reflexiva, Álvarez se alza como perfecto acompañante en este viaje que, anclado en su memoria, tanto se puede llegar a sentir como compartido en no pocos momentos. Y, al así sentirse, no podemos sino aplaudir a la capacidad del artista por hacer que veamos nuestras sus vivencias y, aún más, animarlo a que continue con el relato de las mismas en una continuación que, creemos, estás páginas merecen por derecho.