COMIC SCENE: Las Lecturas de Fancueva
V. Kingdom Come

‘Lincoln’, norte y ¡¡SUR!!

Martin Wallace no para. Y buena prueba de ello es que, sólo en este año, el ‘Lincoln’ que hoy analizamos, y que Maldito Games publicaba en español la semana pasada, es el tercer juego que mi grupo de juegos habitual tiene en mesa del diseñador estadounidense y el ¡séptimo! de cuantos el prolífico autor ha puesto en circulación. Vale, ciñendo el discurso a lo que nosotros hemos probado, el ‘Brass’ del que hablábamos hace un par de semanas no sea más que un rediseño del original en el caso del ‘Lancashire’, y un superlativo pulido y abrillantado de aquél si nos referimos al ‘Birmingham’; pero sea como sea, el caso es que tanto uno como otro suponían una brillante muestra del buen hacer de Wallace.

Un buen hacer que continuaba, un par de meses después de que la simulación económica en torno a la revolución industrial nos «volara la cabeza», con el ‘Wildlands’, un juego de escaramuzas publicado por Osprey Games —los mismos que el año pasado reeditaban el asombroso ‘London’…título que esperamos como agua de mayo en castellano— con un nivel de producción excelente, unas miniaturas muy chulas y que, rápido e intenso, nos dejaba un muy buen sabor de boca; lejos del ‘Brass’, sí, pero buen sabor de boca a fin de cuentas. Con estos antecedentes, y aún a sabiendas que lo que se suele decir de Wallace en los círculos lúdicos es que es capaz de lo mejor y lo peor, eran altas las expectativas personales hacia el ‘Lincoln’ que hoy nos ocupa, tanto por temática como por el planteamiento de que todo el operativo estratégico dependiera de un mazo de cartas. Lamentablemente, las expectativas se han quedado muy lejos de encontrar respuesta.

Construcción Destrucción de mazos

Ambientada en la Guerra de Secesión estadounidense, las intenciones de Wallace para con ‘Lincoln’ han sido, en sus propias palabras: «recrear la presión a la que se vio sometido Lincoln sin ser consciente de la verdadera debilidad de su oponente». Y a fe mía que, si lo que el diseñador pretendía era crear un juego que se lo pusiera muy difícil al jugador que se calce las botas del ejército de la Unión, ha conseguido su objetivo de forma más que plena. Pero no nos adelantemos.

Teniendo en cuenta, de partida, que «‘Lincoln’ no es una simulación fiel de la guerra entre la Unión y la Confederación» —de nuevo, palabras del propio Wallace sacadas de los comentarios incluidos al final del libreto de reglas del juego—, lo que nos encontramos nada más disponer el tablero es un mapa del este de Estados Unidos en el que sobresalen la capital de los estados de la Unión, Washington, y la de los estados sureños, Richmond. Unidas por vías ferroviarias a todo un rosario de localizaciones —representando así, como bien tuvo a apuntarme mi contrincante, que esta fue la primera contienda en la que el ferrocarril jugó un papel fundamental— son ambas capitales —y Vicksburg— enclaves fundamentales en la lucha por hacerse con la victoria de uno y otro bando.

Una lucha que queda representada, como ya decía, por el manejo de cada jugador de un mazo inicial en el que las cartas nos servirán, bien para desplegar tropas, mover el contador correspondiente en el marcador de bloqueos marítimos o en el de influencia de Europa, bien para ir desplazando a nuestros ejércitos por el tablero o realizar la acción —gratuita o no— asociada al naipe que pongamos en juego. Determinantes asimismo en los combates por poder añadir la fuerza que se indica en una estrella dorada incluida en muchas cartas del mazo, resultan muy interesantes tanto esa mecánica de «destrucción de mazos» a la que hace referencia Wallace en las reglas como a las condiciones de victoria a ella asociadas.

Cada vez que, de las dos acciones disponibles por turno, queramos hacer la de desplegar tropas, y siempre y cuando las que situemos sobre el terreno no sean las de valor uno, el juego nos obliga a eliminar de la mano, para el resto de la partida, una o dos cartas. Unido a ello, cuando hemos agotado el mazo inicial y hemos de barajar, tendremos a nuestra disposición, primero un mazo numerado con «I», después otro numerado con «II» cuya adición, en el caso de la Unión, impone sendas condiciones: si cuando se añada el primero el jugador «unionista» no tiene dos puntos de victoria —que se consiguen avanzando en el marcador de bloqueos y controlando ciertas localizaciones—, habrá perdido inmediatamente la partida; si cuando se añada el segundo, no ha sumado cinco puntos, perderá de la misma manera.

Esto obliga al jugador de la Unión a desplegar cuantas más tropas pueda en un muy corto espacio de tiempo y a entrar en constantes combates con la Confederación para poder hacerse con esos dos valiosos puntos cuanto antes so pena de que, en lugar de las hasta dos horas que se estiman de duración media de partida, ésta se consuma en poco menos de 30 minutos. Pero, cuidado, porque ganar batallas contra el ejército confederado si éste está a la defensiva es de todo menos tarea fácil.

A verlas venir

Sin puntos de victoria que tener que acumular y con las condiciones para hacerse con la partida volcadas en su mayoría a lo que el jugador de la Unión consiga o no hacer —como imperativos propios para alzarse victorioso los confederados tienen que, bien conquistar Washington, bien hacer avanzar el contador de influencia en Europa hasta el extremo opuesto en el que comienza— la estrategia clara que debe seguir el jugador que porte el uniforme gris es defender, defender y defender y, en menor grado, estar atento a si el jugador de la Unión deja su capital lo suficientemente desprotegida como para que la defensa de +10 que añade la localización no sea impedimento para conquistarla.

¿Sólo defender? A ver, algún ataque os podéis plantear si lleváis a las tropas confederadas, pero si para algo está preparado el mazo sureño es para aguantar las embestidas del norte todo el tiempo que haga falta con cartas que añaden puntos a la defensa y líderes —esas que incluían las estrellas amarillas— de valor cinco que sumar a la fuerza en combate. Considerando que el norte no tiene durante todo el primer tramo de la partida cartas de tanto valor —su máximo es cuatro— y otro detalle que comentaré a continuación, que lo más ventajoso es ir aglutinando tropas en las diversas localizaciones que veamos amenazadas y, si queremos, fortificarlas para añadir aún más ventaja defensiva, se hace muy obvio a los pocos turnos.

Ese otro detalle al que me refería tiene que ver con el resultado de un combate: intentando ser en ese sentido bastante realista, cuando termina un enfrentamiento entre los dos ejércitos, ambos pierden la mitad de las fichas que tuvieran implicadas —redondeando dicho número hacia abajo o arriba si se es el vencedor o el derrotado, respectivamente— y, al hacerlo, el que ha resultado victorioso de la liza, moverá el marcador de influencia en Europa hacia un sentido u otro. E insisto, resulta tan fácil para los confederados aguantar embistes y ver como dicho marcador va acercándose hacia la posición en la que está escrito «Victoria confederada», que a poco que el jugador que los lleve aguante y juegue con cierta astucia las cartas que le permiten mover de manera independiente dicho marcador, tendrá la victoria asegurada.

La balanza se inclina hacia el Sur

De todo lo anterior se deriva una idea muy clara: ‘Lincoln’ está tremendamente descompensado. Y no lo digo yo, es que en las notas del propio Wallace ya está recogida esa idea:

El jugador de la Unión tiene que jugar muy bien para ganar, ya que el más mínimo error le hará perder la guerra.

Con el énfasis en esa sentencia puesto en el término «mínimo», la experiencia de jugar a ‘Lincoln’ es muy desigual y hasta frustrante si, por elección o suerte, tienes que intentar llevar a la Unión a la victoria. Si ese es tu cometido, vas a vértelas con un muro inicial que, vadeado sensiblemente por la posibilidad que tienen los del norte de poder atacar de puerto en puerto, nunca llega a equilibrar una balanza que se inclina ostensiblemente hacia el mayor poderío del mazo con el que arrancan los confederados.

Es más, es que, tan volcado hacia los cálculos matemáticos como está el juego antes de plantearte si el ataque que quieres hacer es medianamente viable o no, puede pasar, cómo fue el caso en una de las partidas a las que jugamos, que la mano del «general» del ejército sureño esté exclusivamente compuesta de cartas que añadan cinco a la defensa en su efecto líder. Creedme cuando os digo que la ojiplática expresión que se me quedó ante el abismo que tamaña mano abría con respecto a aquella que yo estaba utilizando para intentar romper de alguna manera el estoicismo del Sur, no era sino fiel reflejo de la suma estupefacción que ese bofetón a mi capacidad estratégica terminó dando.

Jugado del otro lado, esto es, del confederado, ‘Lincoln’ es más o menos un paseo por el parque que, salvo algún escollo puntual, parece evidenciar el muy limitado proceso de testeo al que se ha sometido el juego. De haberlo hecho a conciencia, es más que probable que, sin necesidad de tocar las mecánicas, que funcionan muy bien, se hubiera alterado considerablemente la fuerte ventaja con la que parte el Sur, no ya por lo comentado en las cartas, sino por la facilidad con la que, al margen de los combates, puede hacer avanzar hacia su favor el marcador de influencia en Europa, quizá la decisión de diseño más desafortunada de toda la propuesta de Wallace; máxime cuando, como fue nuestro caso en repetidas veces, el clímax de la partida —el anti-clímax, cabría precisar— llegó por ese lado.

Lincoln (2018)

  • Autor: Martin Wallace
  • Ilustración: Peter Dennis
  • Editorial: Maldito Games
  • Edad: 12+
  • Duración: 90-120 minutos
  • Jugadores: 2
  • Precio: 36 euros en Zacatrus!

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