Es, probablemente, el sueño compartido de todo progenitor con aficiones, sean estas las que sean: que nuestros vástagos terminen compartiéndolas y haciéndolas parte tan imprescindible de su discurso vital como lo son del propio. Ellos lo tienen más fácil, claro, hay todo un trabajo hecho de prueba y error, de depuración de lo que uno ha ido acumulando en sus estanterías —tanto físicas como mentales— a través de las décadas que les permite a ellos acercarse a lo que, al menos bajo nuestra óptica, es «top». Pero dicha facilidad, la que toda nueva generación se encuentra con respecto a la anterior dependiendo en qué términos nos movamos —porque, seamos francos, en el terreno laboral todo va a peor con el transcurrir del tiempo— es un arma de doble filo que tan pronto ofrece su parte más roma y afable, como la más afilada y cortante, esa que podría servir como apoyo a los más peques de la casa para perder de manera instantánea el interés por aquello que a nosotros nos apasiona.
En ese indefinido y vasto cenagal es donde hemos de ir moviéndonos con pies de plomo unos padres que, si por un lado estamos deseando introducirles en, qué sé yo, las maravillas de cierto universo galáctico muy, muy lejano; lo fantástico de la poción que hace que un pueblo de irreductibles galos sea el terror de un imperio o las alucinantes mecánicas que baraja el juego de mesa de turno; por el otro tenemos que ir pisando con cuidado de no caer en lodazales que, sin preverlos, nos lleguen a ahogar por lo poco ajustado del producto en cuestión a la edad que nuestro hijo o hija tenga en cada momento.
Mi peque está a punto de cumplir siete años. La lectura es algo que todavía le cuesta. Lee, sí, pero más porque su madre y yo nos empecinamos en que lo haga a diario que por una voluntad que lo único que entiende es de juegos. El cine le fascina. Tanto que, con ciertas reticencias personales, ya ha visto la saga completa de Harry Potter. Pero su relación más larga con mis aficiones es la que lleva manteniendo con los juegos desde que tenía dos añitos y probamos por primera vez ‘El frutalito’ de HABA: desde entonces han sido incontables las partidas que he ido echando con ella a los más diversos títulos infantiles —a día de hoy, cinco de mis diez juegos más jugados son el ‘Dobble’, ‘Escuela de pingüinos’, ‘Piratatak‘, ‘Princess Magic Fairy’ y el ‘Mosquito’—, un proceso que ha ido amueblando su cabeza poco a poco para que lo que exija a día de hoy sean propuestas como el ‘Aventureros al tren’, el ‘Azul’, el ‘Santorini’, el ‘Sagrada’ —eso sí, con reglas modificadas— o el ‘Patchwork’.
‘Patchwork Exprés’, más asequible
Lo he dicho tantas veces que una más no molestará: Uwe Rosenberg es uno de mis autores favoritos de este mundillo. Y lo es tanto en sus más complejas y celebradas obras maestras como en esas alternativas más suaves y cercanas con las que parece querer compensar la profusión de sus ‘Agrícola’ o ‘El banquete de Odín’ —del que, por cierto, hablaremos próximamente—. El ‘Patchwork’, obviamente, se coloca con orgullo en un grupo que para nada desmerece al que conforman sus «hermanos» mayores y que parece servir de válvula de escape a la pulsión creadora del teutón.
Juego decididamente complicado —baste decir que, de las veces que lo he sacado a mesa, y no han sido pocas, la máxima puntuación ha sido de 11 míseros puntos a costa de que mi contrincante sumara ¡¡-59!!—, este puzzle rápido y atractivo que propone confeccionar colchas a partir de retales de diferentes tamaños y formas y que hereda de manera más que obvia cierto espíritu del ‘Tetris’, pedía a gritos una versión algo más simplificada para no terminar frustrando, como lo ha hecho las veces que lo he probado con ella, a una niña que se debate entre las ganas de volverlo a jugar y el temor a que vuelva a puntuar en términos muy negativos.
Compartiendo toda la mecánica base de su «hermano mayor» y sin traicionar ni un ápice la esencia del mismo, ‘Patchwork Exprés’ se separa de su predecesor lo mínimo indispensable para conseguir sin ambages su objetivo, esto es, resultar mucho más asequible a edades más tempranas. Pero, ¿cómo se juega? Sobre la mesa se disponen tres tableros cuadrados. Dos de ellos, los personales, con una cuadrícula a la que adaptarse. El del centro, un serpentín a modo de oca sobre el que ir avanzando nuestros marcadores. Por último, alrededor de éste, se colocan las piezas que iremos tomando para formar nuestra «colcha» y un peón de madera que marca qué tres podemos adquirir.
Preparado así el juego, ‘Patchwork’ y ‘Patchwork Exprés’ van discurriendo en turnos que no siempre son alternos: cuando compramos una de las fichas pagando el correspondiente coste en botones —un detalle de diseño muy simpático—, y toda vez colocamos la ficha en nuestro puzzle personal, avanzamos el marcador tantas posiciones como diga el número al lado del reloj de arena que incluye la pieza que acabamos de adquirir. Si nos adelantamos al contrincante, es su turno, si nos quedamos por detrás, o justo en la misma casilla que él, vuelve a ser el nuestro.
A tan sencillo discurrir se superpone la otra acción disponible durante la partida: no serán pocas las ocasiones en que, faltos de botones, nos veamos en la tesitura de no poder llevarnos una codiciada pieza. Para esos casos, ambas versiones del juego disponen lo mismo, el que movamos nuestro contador tantas casillas como para situarnos en la inmediatamente posterior a nuestro adversario y cobremos tantos botones como nos hayamos movido, reponiendo así nuestras arcas y abriéndose de nuevo la posibilidad de comprar.
Uniendo a esta forma de ganar botones la que encontramos en el tablero central cada vez que pasamos por encima de uno de ellos y recibimos de la reserva tantas unidades como encontremos en nuestro diseño hasta ese momento —hay piezas que vienen con botones ilustrados, otras que no—, el juego finaliza toda vez ambos jugadores hayan llegado al final del camino. Pocas jugadas antes de que esto pase, es donde ‘Patchwork Exprés’ difiere de manera fundamental de su antecesor: cuando sólo quedan cinco piezas en juego, se disponen sobre la mesa un conjunto de fichas de tonalidades azules que, de formas básicas y bajo coste, permiten, no solo avanzar de forma lenta en esos compases finales, sino rellenar muchos de los huecos que nos hayan quedado en el tablero personal a lo largo de la partida.
Tan sencilla idea consigue, ya lo decía antes, hacer posible que el damero quede completamente cubierto y que podamos acceder a puntuaciones que no lleven el signo menos por delante. Pero más importante que eso es la cara de felicidad y plena satisfacción de mi pequeña, que finaliza la partida con una sonrisa de oreja a oreja de esas a las que es de todo punto imposible ponerles precio. Sólo por eso, tanto el sr. Rosenberg como los chicos de Maldito Games cuentan con mi eterna gratitud.
‘Cocos Locos’, de monos, frutas y vasos de «beer pong»
¿Quién, que haya estudiado carrera universitaria y se haya corrido alguna juerga algo loca, no ha jugado al «beer pong»? ¿Cómo? ¿Que no sabéis de lo que hablo? Si, hombre, ese juego de borrachuzos totales en el que se intentar colar pelotas de ping pong en vasos de plástico rojo estratégicamente colocados en forma de pirámide y que «obliga» a sus concursantes a darle un buen trago a sus jarras de cerveza si no consiguen colar la dichosa bola en uno de ellos. Pues bien, ‘Cocos Locos’ —el nombre español que Maldito Games ha asignado al ‘Coconuts’ de Walter Schneider publicado en 2013— es en esencia lo mismo, eliminando la posibilidad del coma etílico y adornando el conjunto con unos componentes que hacen que los peques se vuelvan locos al verlo.
Unos monos con los brazos extendidos y sujetos por un sistema de gomas tensadas para que puedan hacer de palanca; vasos de dos colores —amarillos y rojos— con propiedades diferentes; unos sencillos tableros para determinar el área en el que éstos se colocan en distintas disposiciones dependiendo del número de jugadores y para marcar la línea que no deben superar nunca los animales; y unos pequeños cocos de goma, son todo lo que este simpatíquisimo juego necesita para generar horas y horas de alocada diversión a quien se ponga delante uno de los macacos e intente colar seis de sus frutas en sendos vasos para, formando una pirámide con ellos en su tablero, lograr así la victoria.
Alguna apreciación más se podría hacer en cuanto a mecánicas. Los vasos rojos permiten tirar otra vez en caso de colar en ellos un coco; se puede intentar robar a un oponente alguno de los que ya ha conseguido para sí; hay unas cartas, que pertenecen al modo de juego avanzado, que añaden habilidades especiales que, en esencia, permiten fastidiar a algún contrario…pero, al final, todo se resume en ir pillándole poco a poco el «tranquillo» a la forma de colocar el coco en el cuenco que forman las manos de los monos y en la inclinación hasta la que uno hace descender la palanca para lograr el objetivo de ir ganando vasos. ¿El resultado? Risas, carcajadas y la garantía de que los cocos casi nunca van a hacer lo que uno pretende, saliendo disparados en direcciones imprevisibles y, claro está, haciendo las delicias de los más pequeños de la casa, clara intención primera y última de tan entretenidísimo título.
¡Grande Patchwork! Yo conseguí 20 puntos la primera vez que jugué. Desde entonces no he pasado de 5 🙁
Esto de los niños a veces es como viajar en el tiempo. Juegos que estaban cogiendo polvo desde hace años porque nos parecían demasiado sencillos, ahora vuelven a renacer gracias a los renacuajos. ¡Quién le iba a decir a mi odiado Carcassonne que aún le quedaban tantas partidas por delante! ¡O al Indigo!
Jajajaja….lo de la puntuación del ‘Patchwork’ sería justificación más que suficiente para abandonar cualquier otro juego pero…¡es que es tan bueno!
Mi peque todavía no ha hecho que tenga que desempolvar el ‘Carcassonne’…y espero que no lo haga O_oU