Siempre que acabo de leer sus obras, Chester Brown me deja una muy mala sensación en el cuerpo. Sus cómics me encantan, pero me es del todo imposible «disfrutar» (en el sentido más usado de la palabra) de lo que me cuentan: hay demasiada vida por detrás, demasiado subtexto, demasiadas carga de profundidad. Hay personajes incapaces de decir cualquier palabra cariñosa, obsesiones casi destructivas, misnuvalías psíquicas aún no identificadas; en definitiva, un universo de «personas normales». Y, como cantan los maravillosos Espanto, yo le tengo mucho miedo a las cosas normales. Más que a cualquiera de las sobrenaturales.
En Nunca me has gustado (Astiberri, 2007), Brown traza un oblicua autobiografía de sus años mozos. Sin concesiones sentimentales ni excesos, el autor canadiense la clava. En un subgénero tan dado a los patinazos como es el de los recuerdos de adolescencia, Brown evita jugar con cualquiera de las cartas marcadas en las que se suelen apoyar los escritores.
No hay aquí exhibicionismo ni humor. No hay personajes que caigan simpáticos. De hecho, Brown no busca en ningún momento que el lector se identifique con ellos. Igualmente, es posible que no quiera que quien está al otro lado de la página los comprenda. Nunca me has gustado no es una lectura fácil y las posibles conclusiones que se pueden extraer de ella son bastante incómodas. Pero funciona como una obra maestra. Como lo que es.
Nunca me has gustado sigue la misma idea que Chester Brown aplicó a El Playboy: autobiografía de sus complejos y los personajes que los hicieron posibles, pero sin acusar a nadie y sin casi sentimiento de culpa. Esto es lo que hay, parecen decir en voz baja las páginas del cómic (autoeditado originalmente en la revista Yummy Fur).
También en lo gráfico Brown repite lo ya expuesto: distribución libérrrima de las viñetas en las páginas, cambios abruptos de secuencia, cierto desorden general y elipsis brutales y casi nunca avisadas (excepto cuando Brown deja un par de planchas en blanco a modo de fundido; el único deje cinematográfico de la obra). Chester Brown hace y deshace a su antojo: con su dibujo estilizado y de líneas finas aunque feísta, el canadiense rompe cuando le apetece las páginas. Ahora una viñeta, ahora dos, ahora un diseño de tira más tradicional. Como señalaba Pepo Pérez, casi parece que el caos narrativo con el que se construye el relato sea un reflejo del desordenado sentir (y recordar) del autor.
De Nunca me has gustado impresionan muchas cosas. Por ejemplo, su manera de contar las cosas, que no tiene parangón entre otros autores de cómic: el modo en que se mezclan escenas banales y otras importantes, la forma en que la historia acelera y vuelve a pararse, o cómo caracteriza a los personas (los simplifica tanto que quedan al borde de la caricatura, pero nunca se convierten en ella)…
Además, resulta vital en este cómic el nivel de participación que el autor otorga al lector: es él quien debe decidir si todo, nada o parte de lo que cuenta Chester Brown tiene importancia en la vida del personaje. ¿Por qué las galletas o la historia de la peluca? ¿Deben situarse al mismo nivel de importancia que momentos teóricamente más importantes como la muerte de su madre? No lo sabemos: corresponde a cada uno de nosotros responder a esa pregunta. O lo que es lo mismo: mientras otros autores se juzgan a sí mismos y llenas sus autobiografías adolescentes de momentos dramáticos y hasta teatrales, Brown prefiere extirpar los efectismos de su narración y dejar que sea el lector quien ponga el acento donde le dé la gana.
Impresiona, en definitiva, «la voz» del autor, la sensación de estar leyendo algo único, pero no por ello agradable. Generalmente, las obras maestras no suelen ser cómodas para los lectores. Y, desde luego, la de Chester Brown no lo es. Pero, aún así, es ineludible.