'Cazarranas', Lemire, poético pero a medio gas

Nos encanta Lemire. De hecho, cabría decir que, en determinadas instancias, nos FLIPA Lemire. Pero, en eso de que «los árboles no te permiten ver el bosque», nuestra extrema filia por las formas escritas del canadiense —que todavía tienen que coquetear de lejos con el término «decepción»— no se ven siempre correspondidas por lo que atañe a sus maneras visuales, esas que siempre nos han parecido deprimentes y que, en ocasiones, en puntuales ocasiones, nos han «echado para atrás» en suficiente grado como para impedirnos apreciar la propuesta que sea. ‘Cazarranas‘, nuevo rescate de Astiberri de otra de esas obras del artífice de ‘Black Hammer‘ que, publicada en Estados Unidos en 2019, hasta ahora no había conocido edición en castellano, no entra en ese muy reducido conjunto de títulos de Lemire que no recomendaríamos, pero sí se queda en la incómoda tierra de nadie en la que algún trabajo del artista ha recalado con mayor o menor intensidad: no sabemos si hacer responsable a su brevedad —por más que sean 112 páginas, se sienten como muchas menos por la rapidez con la que discurren ante nuestra mirada— o, aún más, a que, aunque se trabaje su entramado desde la contención para que la sorpresa que acompaña a la revelación final aumente varios enteros, cuando ésta llega hayamos sido capaces de anticiparla con considerable distancia y, por ende, haya visto reducida su efectividad hasta extremos algo exiguos.

Y es que lo que Lemire plantea aquí, acoplado sin remisión a esa forma tan personal suya de ver el mundo y de ponderar el pasado personal como carga que determina lo aciago, apesadumbrado y asfixiante del presente, gira en torno al misterio que el personaje central debe resolver cuando se despierta, sin saber cómo, en una habitación extraña y con la sola pista de una llave. Junto a él, un niño aún más misterioso y la presencia de unos entes extraños conforman un conjunto que, así descrito, se os podría antojar intrigante e interesante —sin ir más lejos, a nosotros nos pasó— pero que, conforme va desgranando sus elementos de avance, lo hace de tal manera que erosiona ese interés y esa intriga inicial. De acuerdo, no lo hace hasta tal punto que nuestro afán porque el misterio se abra ante nosotros de forma plena desaparezca por completo, pero sí en suficiente grado como para que, llegado el momento, cierta indiferencia haga molesto acto de presencia. Dependerá del lector el grado en que esa molestia es capaz, o no, de arruinar la función. En nuestro caso, si os lo preguntáis, nos quedamos, como decíamos, en un punto intermedio, en la línea divisoria entre no poder recomendaros esta lectura y hacerlo sin reservas. El dibujo no sirve como elemento que deshaga esta postura puesto que es Lemire y sus propuestas siempre se mueven en similares parámetros —tanto, que sus obras completas dependen enteramente de si «amas u odias» su trazo—, así que aquí nos quedamos, en esta extraña tesitura. Quizá, sólo quizá, nos inclinemos más por una moderada segunda opción, pero eso dependerá de un futuro nuevo acercamiento a esta obra. Que suceda o no sólo el tiempo lo dirá.