Cuando a un aficionado a la ciencia ficción se le pregunta sobre cual es su película preferida, la mayoría responderá de forma casi automática que Star Wars o The Matrix (en función de la generación a la que pertenezca). Otros afirmarán con aire más pausado que Blade Runner o 2001: Una odisea en el espacio, pero nadie o casi nadie, se acordará nunca de incluir en la lista a Días Extraños (Strange Days, 1995). Yo sí lo hago.
Sin menospreciar ninguno de los títulos citados anteriormente y otros muchos que me vienen a la cabeza (Gattaca, Alien, Terminator, Star Trek Primer Contacto, Nivel 13…), Días Extraños ocupa siempre la más alta posición entre mis recomendaciones, no por que sea la mejor, si no por ser una de las cintas más injustamente maltratadas por la crítica y el público de cuantas soy capaz de recordar. El día del estreno, en el que por aquel entonces era el mayor cine de mi ciudad, tan solo éramos cinco personas en la sala: dos venían conmigo, otro era un tipo con pinta de haberse equivocado de película y el último era el acomodador. Cuando los títulos de crédito llegaron a su fin, mis amigos y yo sencillamente permanecimos unos segundos en silencio aún hipnotizados por su banda sonora. ¡¿Donde diablos estaba todo el mundo para perderse esta maravilla?!
Nunca lo supe. Tan solo presencié con resignación como una película que reunía lo mejor del cine negro y el thriller con esos raros ejemplos de ciencia ficción con más ciencia que ficción, se estrellaba en taquilla recaudando unos míseros 7 millones de dólares frente a los 42 que había costado.