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V. Kingdom Come

‘Mary y la flor de la bruja’, en busca de un legado

Siempre con la cabeza en ebullición, cuando leo un cómic, juego a algún juego de mesa o veo una película de cara a ir entresacando sobre la marcha las claves que después me permitirán montar la reseña de turno, es muy habitual que una de las primeras cosas que se me ocurran sobre cualquier propuesta ante la que me siente sea el titular del artículo, esa frase que intenta resumir en muy pocas palabras la esencia de lo que uno quiere decir o que, por el contrario, se olvida de servir de corolario y opta directamente por un chascarrillo ingenioso que, de alguna manera, también apunte a alguna característica en concreto del producto en cuestión.

De hecho, mientras veía el viernes pasado en compañía de mi pequeña ‘Mary y la flor de la bruja’ (‘Meari to majo no hana’, Hiromasa Yonebayashi, 2017), fue un «ingenioso» juego de referencias el que durante cierto tiempo se colocó como más probable encabezado de este texto: «Kiki Potter en la Little Witch Academia». Aunque no haga falta explicarlo, aclaremos de manera sucinta que, al girar el presente filme en torno al mundo de la magia, la relación con el universo de J.K.Rowling es inmediata; que al ser japonés es también muy sencillo relacionarlo con el manga/anime de Yō Yoshinari y, por último, pero no por ello menos relevante, que el venir producida por Studio Ponoc, formado a partir de la disolución de Ghibli, recordar a la pequeña brujita imaginada por Hayao Miyazaki es inevitable.

Y si bien es más o menos sencillo rastrear todas esas influencias a la que apuntaba el citado titular a lo largo del metraje de ‘Mary y la flor de la bruja’, lo que resulta mucho más evidente que el denodado esfuerzo que han hecho los responsables detrás de la cinta, tanto a la hora de adaptar el material original de Mary Stewart como en lo que se refiere a darle forma al imaginario que de ella se deriva, es que las mentes pensantes de Ponoc han ido desfilando con sumo cuidado por una finísima línea, la que trata de conseguir que el relato de Mary se sienta como un «clásico» de Ghibli —quizás más en forma que en fondo, pero ahora hablaremos de eso— pero, al mismo tiempo, aporte algo al tremendo legado dejado por la compañía de Miyazaki, Takahata, Suzuki y Tokuma

Porque, seamos francos, el enorme vacío que dejaron los estudios cuando anunciaron su cierre —un cierre temporal, como sabemos, que ahora mismo se antoja eterno mientras esperamos a la nueva cinta del genio detrás de Nausicäa y Chihiro— es uno que, no es que sea difícil de llenar, es que es de tal calibre, que intentar calzarse similares zapatos ya es correr un riesgo tremendo. Hiromasa Yonebayashi —el que, no olvidemos, fuera responsable de Arrietty Marnie— y Ponoc lo corren y, en el intento, sale más o menos airosa de esa búsqueda evidente del legado del que para muchos, entre los que me incluyo, siempre será el mejor estudio de animación de la historia.

Quizás carente de esa magia tan especial y singular que aportaba Miyazaki a sus criaturas, cabe valorar ‘Mary y la flor de la bruja’ bajo una doble premisa: la del que lleva décadas bebiendo los vientos por el cine de Ghibli y la de la que sólo la ha experimentado previamente a través de un par de cintas sueltas —Ponyo y Totoro— y carece pues de cualquier tipo de prejuicios a la hora de valorar un filme entretenidísimo, lleno de momentos mágicos y con un personaje central con el que poder idenfiticarse. El primero, obviamente, es servidor; la segunda, evidentemente, es mi hija de siete años.

Como ya me pasara hace poco con la saga de Harry Potter, redescubierta a través de la mirada alucinada de mi inquieta descendiente, atender a las expresiones de asombro, a los gestos de maravilla, a las expresiones de gozo y a la emoción e intensidad con la que vivía muchos de los instantes del filme, es una poderosa arma para abandonar argumentos propios —el filme es arquetípico y se sustenta en similares formulaciones a las que hemos visto incontables veces en el cine de Miyazaki— y dejarse llevar por una propuesta que atesora una belleza plástica incuestionable; que funciona sin problemas a poco que uno consiga zafarse de ideas preconcebidas; que al mirar tanto a sus antepasados, consigue situarse a mucha distancia de la calidad media del anime actual y que, al lograr dicho hito, se eleva como una más que digna heredera de una forma de hacer cine que, esperemos, nunca caiga totalmente en desuso.

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