COMIC SCENE: Las Lecturas de Fancueva
V. Kingdom Come

Akira [Cine distópico]

Akira

Ahora mismo puede que algunos de vosotros estéis pensando que no hay nada que pueda contar sobre ‘Akira’ que no se haya dicho ya. Acuñada como obra cumbre del anime por unos, dinamitada y etiquetada como pedante por otros y en medio nadie, porque ‘Akira’ no deja indiferente. Esto no va a ser una crítica al uso sobre la colosal obra cinematográfica de Katsuhiro Otomo (mucho más extensa en su versión manga), sino más bien va a ser un relato de mi experiencia personal, hace ya varios años, cuando me aventuré a entrar en una sala de cine de mi localidad.

Retrocedamos en el tiempo hasta 1992, año del estreno de ‘Akira’ en España, unos pocos años después del estreno nipón (así iban las cosas antes). Un pequeño chaval de once años ve como una película de dibujos animados japoneses llega a las carteleras de todo el país. ¿Anime? El pobre no tenía ni idea de lo que significaba esa palabra. Sólo sabía que esos dibujos venían de Japón, al igual que Dragon Ball, Campeones y Los Caballeros del Zodiaco. Así que no hay duda, Akira debe ser lo mismo pero visto desde la butaca del cine. No se lo puede perder.

Con toda la ilusión del mundo, el muchacho compra su entrada de cine, pasa de comprar palomitas y entra directamente a buscar un asiento libre en la casi desértica sala. Se acomoda a una distancia prudencial y poco después comienza la película.

Tokio, 1988. Todo se va al carajo. Que gran comienzo, una ciudad entera (la que después se conocería como la ciudad cerilla) es arrasada por una descomunal explosión. La historia salta 31 años en el futuro, para mostrarnos Neo-Tokio. Y aquí el muchacho tiene una revelación y nace una obsesión en su interior. Nunca antes había visto algo semejante. Una abrumadora armonía de luz ilumina la oscura sala de cine y la megalópolis en mayúsculas se muestra. Ahí el muchacho se enamoró de Tokio, la ciudad del futuro por antonomasia.

Akira

Pero la historia comienza, y no hay que despistarse. Un pequeño grupo de pandilleros, liderados por un tal Kaneda quien corre a lomos de una mítica y envidiable moto roja, se enfrenta a una banda rival. Cuanta violencia. El muchacho se extraña. Esta violencia es demasiado real, demasiado cotidiana. Se parece en exceso a las películas de acción de la época. En las series japonesas de la televisión no se ve eso. El muchacho soporta el aluvión de violencia, explosiones y desnudos parciales gracias al entrenamiento del cine yanki. Le da las gracias.

Pero el muchacho sigue algo incomodo. Ve a Tetsuo, un débil ser que de golpe aglutina un poder destructivo impresionante y piensa que le gustaría ser como él. Destruir a quien le molesta con un simple pensamiento y un movimiento de mano. Tetsuo es intocable, infunde miedo, pero es un crío asustado. El muchacho siente el mismo miedo que Tetsuo. Cuando Tetsuo se ve rodeado por tres pequeños seres con apariencia de niños envejecidos, teme por si mismo, y desata su poder, como un gigantesco gato atrapado en una esquina. El muchacho ya no quiere ser como Tetsuo, tiene miedo de él.

A partir de ese momento el muchacho se recoge en su butaca. La película es cruel. No sabe a ciencia cierta qué es Akira (lo cual descubriría en posteriores visionados de la película) pero lo que es seguro es que no puede apartar la vista de esa grotesca historia que le transmite tanta desesperación.

Pero la apoteosis llega al final. La lucha entre el dios en la tierra que es Tetsuo y su antiguo amigo Kaneda se convierte en una cruda, repulsiva y apasionante secuencia que a ratos provoca un enorme malestar en el muchacho, llegando incluso a rozar el límite y provocar alguna arcada al contemplar a la gigantesca masa deforme en la que se ha convertido Tetsuo, incapaz de controlar su poder.

Akira

La película acaba y el muchacho, pálido y con los ojos bien abiertos se dirige a su casa. No ha asimilado lo que ha visto, es incapaz de hacerlo, su mente no está preparada. Si en ese mismo instante alguien le hubiera preguntado si Akira le ha gustado, simplemente respondería, “yo no puedo contestar a esa pregunta”, ve tú a verla y te lo diga ella misma.

Ahora, casi veinte años después, ese muchacho sigue teniendo ‘Akira’ grabada a fuego en su mente. En cuanto tuvo la primera ocasión, volvió a ver la película en la televisión. Compró la cinta VHS cuando salió acompañando la primera entrega de un memorable coleccionable de anime. Compró la versión en DVD de la misma película cuando otro coleccionable le dio la oportunidad. Es uno de sus pequeños tesoros. Es una película que le gustaría ver junto a sus hijos cuando estos estén preparados. Quiere que conozcan a Kaneda y su gran fuerza de voluntad que no lo detiene ante nada. Quiere que conozcan a Tetsuo, para que aprendan las consecuencias del abuso del poder. Quiere mostrarles las calles de Neo-Tokio para que se maravillen con la fantasiosa arquitectura nipona, a la cual se acerca la real, un amasijo de luces que decoran un futuro que poca gente desearía, alejado de los ideales del “futuro mejor”. Pero sobre todo quiere que se maravillen con el anime, que no lo vean como un arte menor que sólo gusta a los frikis, sino como una manera tan válida como otra para contar una historia sin ningún tipo de límite y sin pudor.

Si ahora le preguntáis a ese muchacho si le gustó ‘Akira’, sólo os dirá una cosa: “tienes que verla, poco importa cómo me marcó. Independientemente de que luego te guste o no, sólo tienes la opción de verla y sentirla por ti mismo”. Y eso es lo que les diré a todos.

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