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V. Kingdom Come

‘Yu-Gi-Oh!. Guarida de la Oscuridad’, cuenta atrás desde 8000

Como siempre intento hacer gala de cierta honestidad a la hora de escribir una reseña, sea de lo que sea —cómics, cine o, como es el caso, un juego— creo de recibo señalar, aunque parezca que estoy «mareando la perdiz», que nunca he jugado una partida a ‘Magic’. Menuda confesión para empezar, ¿eh? Las razones son diversas, y tienen su origen primero en que cuando el juego de Richard Garfield impactó de lleno en el mundillo lúdico, mis intereses se habían alejado momentáneamente de los juegos de mesa —un momento que duraría algo más de una década— y acercado, como diría Doc Brown, al estudio de uno de los grandes enigmas de la humanidad, la mujer. Así las cosas, cuando ya cursando los estudios universitarios pude atender a cómo la gente perdía la «chaveta» y se gastaba ingentes cantidades de dinero para hacerse un mazo imbatible, lo poco que me atraía el concepto del juego terminó por perder su atractivo por la fuerte inversión que había que realizar —si querías, claro— en comparación con lo que te otorgaba un juego de mesa bien planteado.

Y ¿por qué toda esta historia sobre ‘Magic’? Porque ‘Yu-Gi-Oh!’, en esencia, es la misma idea vestida con un muy diferente traje. Un traje que en lugar de hincar sus raíces en el mundo de fantasía imaginado por el matemático estadounidense, sale de un juego ficticio llamado ‘Duelo de monstruos’ que aparece en el manga ‘Yu-Gi-Oh!’, creado por Kazuki Takahashi y publicado con superlativo éxito en la ‘Shonen Jump’ entre 1996 y 2004.

Convertido en una franquicia mega-rentable gracias a todos los spin-offs que surgieron a la finalización de la historia madre, a las sucesivas y correspondientes series de televisión—alguna de las cuales ha puesto Netflix a disposición de sus usuarios hace relativamente poco—, a los videojuegos y, por supuesto, al juego de cartas coleccionable que hoy nos ocupa; si el motivo de no acercarme a ‘Magic’ en su momento fue, en esencia, que me pilló a contrapié, en que nunca hubiera hecho caso al título que estamos tratando tuvo mucho que ver la percepción del mismo que siempre me he llevado cada vez que lo he visto jugar en alguno de los incontables torneos que se han celebrado en la tienda especializada de mi ciudad.

Simple de aprender, complejo de dominar

Y así habría seguido de no haber sido por la insistencia de nuestros amigos de Devir en que probáramos las excelencias de un juego que, dominado, no lleva más de 10-15 minutos de partida y que, atendiendo a unas reglas muy sencillas y, de nuevo, entroncando en la misma idiosincrasia que el ‘Magic’ lleva ligado su buena componente de tiempo para poder dominarlo sin inequívocos. ¿Que cuáles son esas reglas? Muy simple: en tu turno, después de robar una carta del mazo a tu mano, tienes una primera invocación, esto es, una primera posibilidad de bajar una carta de conjuro, trampa o monstruo; una fase en la que los que ya haya sobre el tapete podrán atacar a tu contrincante y una segunda invocación, en la que ya sólo podrás jugar trampa o conjuro —o invocar a un monstruo de no haberlo hecho en la primera oportunidad—. No hay más. Al menos no en cuanto a reglas básicas más allá de alguna aclaración sobre los dos tipos de invocaciones que diferencia el reglamento.

¿Dónde reside pues la complejidad de ‘Yu-Gi-Oh!’? En conocer las cartas que conforman tu mazo como si fueran la palma de tu mano. La gracia del juego, la que, una vez controlada, hace de él un frenesí de poner y retirar cartas como si no hubiera un mañana —algo que se puede observar a poco que te acerques a un torneo cualquiera de «Yugi», como se conoce entre sus jugadores habituales— es saberse de memoria los efectos de todas las cartas, un ejercicio que requiere de una doble inversión de tiempo —estudio antes de jugar, y sacarlo muchísimo a mesa para que poco a poco se vayan almacenando en nuestras células grises— y que tiene como consecuencia directa el evitar tener que estar leyendo los pequeños textos de cada una —el tamaño de algunos no es adecuado para gente con problemas de presbicia— para saber si conviene ponerla en juego o qué diantres es lo que hace.

El problema del gasto vs. la eterna rejugabilidad

Enlazando con lo que afirmaba nada más abrir la entrada acerca de ‘Magic’, es muy evidente que, si bien se puede jugar a una partida de ‘Yu-Gi-Oh!’ con poco más que un mazo de estructura —los básicos de cada una de las incontables expansiones que ya conforman el juego—, en cuanto te metes medio en serio en el juego, lo que la dinámica de éste exige de ti, es que comiences a adquirir sobres y más sobres de cartas para ir depurando, mejorando y optimizando aquello con lo que te enfrentarás a tus adversarios. De nuevo, todo depende de cómo te lo plantees, si decides que aquello que tengas —mucho o poco— va a ser un título más de tu ludoteca —como sería mi caso— o si, por el contrario, te vas a dedicar en cuerpo y alma a hacer un mazo casi invencible plagado de poderosos combos, cartas de monstruos imbatibles y conjuros mega-poderosos.

En este segundo caso, se abre un mundo inmenso de ir ascendiendo niveles poco a poco en los torneos a los que terminarás acudiendo; de ir intercambiando las cartas que te salen repetidas por aquellas que no tienes —algo que siempre me ha recordado, obviamente, al «tengo/no tengo» de los álbumes de cromos adhesivos de mi infancia—; y, llegado el momento, de tratar de adquirir, previo desembolso de un buen puñado de euros, aquellas incunables que siempre terminan apareciendo en este tipo de juegos —¿quién no sabe de los absurdos precios que han llegado a pagarse por el «Black Lotus» de ‘Magic’?.

Rápido, muy entretenido —incluso para un neófito que no controle para nada aquello que tiene en las manos— y, como apunta el titular de arriba, tan regujable que podría argüirse que de alguna manera, si es una constante en vuestras jornadas lúdicas, se amortiza de forma sobrada; ‘Yu-Gi-Oh!’ no entronca, no obstante, con las filias lúdicas de este redactor por cuanto éstas se mueven por derroteros muy diferentes. Ahora bien, eso no quita para que no pueda apreciar la incuestionable validez que atesora la propuesta de Konami como portal de entrada de las nuevas generaciones de jugones al mundillo de los juegos de mesa.

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