Y para todo ello, Miyazaki se deja la piel en unas páginas que son un dechado de virtudes se las mire como se las mire: hay en la voluntad gráfica del artista japonés la misma férrea determinación por el detalle, por la construcción del universo que rodea a los personajes, por el verismo dentro de la ciencia-ficción y por armar un todo plausible dentro de lo imposible que la que se puede encontrar en toda su filmografía, y es una gozada asomarse a estas páginas, treinta años después de que el cineasta las finalizara y apreciar que no sólo no han perdido un ápice de efectividad —ni por el tiempo transcurrido ni por el hecho de todo lo que el género ha ofrecido similar a ellas desde entonces— sino que, al contrario, han ganado en solidez y en lo que de rabiosa actualidad siguen ostentando sus reflexiones sobre el medioambiente y la obstinada manera en que nuestra especie está matando al planeta día tras día.
Hablando de forma estricta en el terreno de lo visual, a lo que Miyazaki plasma aquí sólo le falta el soberbio uso del color que siempre ha hecho su cine para tocar la gloria. Más, a falta de esa fascinante gama cromática que siempre se ajusta de forma precisa a lo que la narración cinematográfica requiere, el blanco y negro de sus planchas tiene tanto contenido, tantos rincones en los que fijar la mirada, cuida tantísimo la caracterización de personajes, mima de manera tan primorosa el diseño de vehículos aéreos —normal, siempre han sido una de sus filias personales más reconocibles— y carga tanto las tintas en que la narrativa nunca sea un tedio y en que la estructura de la página sea un ente vivo y vibrante que no queda más remedio que rendirse ante la evidencia de que, sí, con color esto hubiera sido supino, pero sin él se asienta en lo magistral.