Ha sido un comentario que, cruzado con diversos interlocutores, he podido enunciar o escuchar en no pocas ocasiones desde que, a mediados de marzo, se declarara el estado de alarma y, por primera vez en nuestras vidas, tuviéramos que confinarnos en nuestros hogares para no dejarnos tumbar por ese minúsculo e invisible enemigo que es la COVID-19: «si me llegan a decir que esto iba a pasar no me lo creo…parece algo salido de una película de ciencia-ficción«. Y, seamos francos, es que lo es, máxime si uno ha visto o leído historias de ese corte en el cine o la literatura —o el cómic— y no ha podido evitar plantearse qué pasaría se esa ficción se hiciera realidad. Es más, sin pretender ser apocalíptico ni agorero, y aunque una parte de mi crea firmemente que, aunque nos costará, lograremos sobreponernos a esta pandemia, hay otra que, de cuando en cuando, se plantea si estaremos acudiendo en primera fila a los prolegómenos del fin de nuestra civilización.
Mientras eso sucede, o no, otra consecuencia muy evidente de la pandemia es haber podido asistir a todo un despliegue de comportamientos que, sin duda, darán en años por venir para matizar estudios acerca de la condición humana: desde mi muy afortunada posición —porque, tengo que admitirlo, he sido muy afortunado de vivir con una mujer y una hija a las que adoro, en una vivienda desahogada, con todo el entretenimiento que podía desear y con un trabajo que no se ha visto comprometido por el confinamiento— tuve la oportunidad de contemplar cómo mi variopinto grupo de amistades fue respondiendo en términos tremendamente dispares al proceso de quedarse en casa. Y hubo para todo, desde los que se lo tomaron, como hicimos en mi hogar, como algo que había que afrontar con el mejor talante posible, creando rutinas y empezando cada día con energía y arrojo, hasta los que, creo, han quedado bastante tocados por tantas jornadas entre las mismas cuatro paredes. En medio, todo un rosario de circunstancias personales han dado para un pequeño microcosmos en el que, de manera demasiado virulenta para mi gusto, ha habido mucho uso —y un poco de abuso, cabría apostillar— del derecho al pataleo.
Un derecho que Max ejerce con cierta intensidad en este breve manifiesto que le ha publicado La Cúpula y en el que el autor, llevado al límite por las medidas que nos impuso el gobierno y, entendemos, por no aceptar las meteduras de pata del mismo en la gestión de la pandemia —hay quienes las hemos visto igualmente y las hemos perdonado por entender que era tremendamente complicado hacerlo mejor— y por otras disquisiciones que se hacen más o menos evidentes conforme se avanza en la lectura, torna en iracundo mensajero de embestidas contra todo lo que se le ponga por delante, dándole por el camino a los de mentes estrechas, a los bancos, a los ignorantes, a los fachitas y a algún que otro grupo más. Estructurado con la limpieza visual a la que ya nos tiene acostumbrados el artista —sólo hay que acercarse, qué sé yo, a ‘Paseo astral‘— y cargando las tintas en los textos y no en el furibundo personaje que los espeta, hay que entender este ‘Manifiestamente anormal’ como producto directo de unos tiempos extraordinarios y como el escaparate futuro de lo que la COVID-19 supuso para muchos compatriotas que decidieron dar un golpe en la mesa al grito de «¡ya basta!».
Manifiestamente anormal
- Autores: Max
- Editorial: La Cúpula
- Encuadernación: Rústica
- Páginas: 32 páginas
- Precio: 5,22 euros en