Ya en la publicidad que DC le hizo a la serie durante los meses previos a su lanzamiento, se podía intuir algo que queda muy claro en las primeras páginas de la historia con ese personaje central llamado Norman McCay leyendo citas del libro de Job a un moribundo Wesley Dodds (el Sandman original): el carácter bíblico y de corte religioso que Waid imprime al relato, otorgándole cualidades mesiánicas, no sólo a Superman —algo que el último hijo de Krypton siempre ha cargado sobre sus hombros— sino a buena parte de los hombres y mujeres agraciados con poderes que, en esta distopía que el guionista imagina, hace tiempo que, o se han retirado, debido a diversas circunstancias —algunas muy dramáticas, como la que rodea al hombre de acero— o siguen en activo a espaldas de un público que ya no los ve como aquellas figuras que admirar, sino como entes disruptivos que hacen lo que les viene en gana en virtud de sus habilidades.
Ello es debido a que, en el futuro de ‘Kingdom Come’, los superhéroes son muy comunes, demasiado comunes, cabría apostillar, y la inmensa mayoría de ellos carecen del código moral bajo el que se movían sus predecesores, abusando de sus habilidades para su propio provecho e ignorando, en sus constantes choques, las posibles consecuencias nefastas para el ciudadano de a pie. Este modo de actuar que les ha granjeado la antipatía del hombre medio y de los poderes fácticos, llega a su punto culminante cuando Kansas es arrasada y convertida en zona cero de una catástrofe medioambiental que amenaza con poner en peligro el modo de vida yanqui. Y, ahí, tras unos primeros compases de dónde está quién, es cuando arranca realmente el entramado de ‘Kingdom Come’