Sea como fuere, cuando el ‘Kingdom Come’ llegó a Elektra, estábamos ya de vacaciones de verano y hubo de ser mi suegro el que, en una visita a la capital en pleno mes de julio, tuviera que hacerme el favor de pasarse por la tienda y apoquinar el importe del cómic. Afortunadamente, no hubo crítica alguna por su parte porque compartimos afición, así que me ahorré, al menos de ese lado, la inevitable mirada reprobativa de adulto hacia el enorme gasto en el que estaba incurriendo —la crítica vino de mano de su hija, mi actual esposa…pero eso es otra historia.
Decir que me bebí aquellas páginas en un camping al que fuimos al día siguiente de tener el volumen en mis manos, es quedarse cortos. De hecho, si no me falla la memoria, la primera lectura que le hice a ‘Kingdom Come’ fue una de las más veloces que he hecho en mi vida por cuanto era imposible despegarme de aquellas hipnóticas páginas, incluso ante las increpaciones de mis amigos —y mi novia— que no entendían qué diantres hacía leyendo sin parar cuando podía estar bañándome en las playas de Tarifa.