Al igual que sucede con la exitosa saga de ‘Uncharted’ y con su todo-terreno protagonista, si hay algo que siempre ha sido muy evidente en ‘Tomb Raider’ desde su concepción en la segunda mitad de la década de los noventa, es que la neumática Lara Croft no era más que una simple iteración en femenino sobre el arquetipo de Indiana Jones que Steven Spielberg y George Lucas inventaron, recogiendo a su vez decenas de distintas referencias, con ‘En busca del arca perdida’ (‘Raiders of the Lost Ark’, Steven Spielberg, 1981). Tal evidencia, que se trasladaba con poca o ninguna fortuna a las dos infumables aventuras cinematográficas de la heroína protagonizada por Angelina Jolie, pesaba —y pesaba sobremanera— sobre el reboot que se le hizo a la franquicia hace cinco años y lo hacía, obviamente, en el nuevo intento de Square Enix por sacar jugosos dividendos de la incursión de Lara en la gran pantalla. Una incursión que, ante todo, se salda con un filme tan génerico y previsible que sólo una cosa puede salvarse de él: la presencia de Alicia Vikander.
Dejando a la actriz de lado, lo que ‘Tomb Raider’ (id, Roar Uthaug, 2018) ofrece es un espéctaculo cimentado a través de una sucesión interminable de clichés, de situaciones arquetípicas del género y de una voluntad por ser tan fidedigna al videjuego en el que se basa como sea posible. Y eso, en mi diccionario, no lleva a nada bueno: siempre he sido, y no creo que vaya a cambiar de parecer en el futuro, firme defensor de una máxima, la de que «medios diferentes demandan soluciones narrativas diferentes». Una máxima que se traduce, usando términos más claros, en que, por ejemplo, lo que funciona en un libro no tiene porqué hacerlo en celuloide, algo que Peter Jackson, Philippa Boyens y Fran Walsh tuvieron muy claro cuando alteraron la estructura del texto de Tolkien para interpretarla de manera más cinematográfica de cara a la trilogía de ‘El señor de los anillos’.
Aplicada a ‘Tom Raider’, lo que dicha máxima comporta es que las fases de videjouego que se han calcado en el paso a imagen real pierdan toda su esencia: no es lo mismo estar agarrando el mando de tu consola intentando hacer que tu personaje sobreviva a mil y un entuertos en un entorno virtual que se debe a unas claves y mecanismos, que ver a una actriz dando saltos y brincos con una pantalla verde de fondo que después se llenará con lo que toque. La irrealidad que debido a ello atesora una considerable porción del metraje de ‘Tom Raider’, y la nula personalidad que imprime al conjunto, termina por conseguir que el espectador desconecte, y lo haga de manera veloz, de un filme que si nada ofrece en su vertiente más adrenalínica, poco es lo que tiene que aportar en su faceta «dramática».
El conflicto paterno-filial que en parte define a Lara, es tan chusquero, de tan ridículo calado y tan disfuncional, que las interacciones entre padre e hija, ya sea en alguno de los innecesarios flashbacks que trufan la acción, ya en el más que telegrafiado reencuentro de ambos en la isla que sirve de marco al segundo y tercer actos, se sienten ajenas, impostadas y decididamente sobrantes por no añadir ningún tipo de dimensión ni a lo esquelético de Richard Croft ni, aunque en menor medida, a una Lara Croft que hubiera necesitado de una mayor exposición inicial.
Es más, si no fuera por el espléndido hacer de Alicia Vikander, y el papel hubiera ido a parar a una actriz menos dotada que la sueca —dotada en lo interpretativo, no se me confundan— otro gallo muy distinto y, obviamente, aún más olvidable, le hubiera cantado a ‘Tom Raider’. Afortunadamente, la elección de Vikander juega en favor de que nuestra atención no se disperse por completo, y la muy creíble fisicidad de la esposísima de Michael Fassbender es capaz de hacernos olvidar todos los sinsabores que se acumulan sin remedio a lo largo de casi dos horas de metraje que, a todas luces, son excesivas.
Con un villano de opereta al que Walton Goggins pone ganas, es la muy impersonal dirección de Uthaug —o la aún más impersonal composición de Junkie XL—, el tener que lidiar con tanto material en post-producción y lo mucho que la cinta mira de manera constante a personajes tan dispares como Rambo o, por supuesto, Indiana Jones —las similitudes entre todo lo que sucede en el templo y el final de ‘Indiana Jones y la última cruzada’ (‘Indiana Jones and the Last Crusade’, Steven Spielberg, 1989) son sonrojantes— clavos de considerable longitud que fijan con determinación la tapa del ataúd en el que queda confinado esta aventura sin «chicha ni limoná» que, vale, es mucho mejor que las dos que la precedieron y muy fiel al videjuego pero, por desgracia, ninguna de ambas virtudes la convierten en una película digna de atención.