La primera vez que leí algo de Shazam fue hace cosa de veintitantos años. El título en cuestión era aquella novela gráfica firmada íntegramente por Jerry Ordway en la que el autor recorría todos los tropos que definen a Billy Batson y su alter ego superheróico, ese superhombre con la sabiduría de Salómón, la fuerza de Hércules, la resistencia de Atlas, el poder de Zeus, el valor de Aquiles y la velocidad de Mercurio que DC incorporaba a sus filas a principios de los setenta cuando adquiría los derechos de todos los personajes de la Fawcett.
Creado en 1939 en clarísima respuesta de aquella desaparecida casa hacia el tremendo y fulgurante éxito que Superman había conseguido desde su aparición un año antes, desde aquella lectura de ‘El poder de Shazam’ —lectura y relectura, porque por aquél entonces, os recuerdo, servidor revisaba los mismos tebeos incontables veces— tres son las claras referencias a las que apuntaría como los pilares incuestionables sobre los que, a mi modesto entender, debería construirse cualquier historia que tenga al colorido personaje por protagonista: ‘Kingdom Come’, el ‘Shazam! Power of Hope’ de Paul Dini y Alex Ross y, por supuesto, la miniserie que le dedicaron Geoff Johns y Gary Frank durante las Nuevas 52 que, y aquí no puede haber sorpresa al respecto, es la que sirve de guía al guión que escribe Henry Gayden.
Alejándose de lo planteado por Johns tan sólo en eliminar la aparición de Black Adam y dejar que el antagonista único del filme sea el Doctor Sivana —ya se sabe que, en las historias de orígenes, y esta lo es, tampoco es cuestión de quemar todos los cartuchos por las potenciales secuelas—, si no hay sorpresa en que sea esa revisitación en concreto de Shazam y no otra la que se utilice como base para construir el guión es debido, por una parte, a que es el señor Johns uno de los comandantes en jefe de los designios por los que transitan las producciones cinematográficas de DC y, sobre todo porque, qué diantres, el ‘Shazam!’ de las Nuevas 52 no sólo fue uno de los dos mejores relatos que nos ofreció el fallido experimento de la editorial, sino que, como decía, se alza con categoría como uno de los referentes inexcusables para entender las claves del personaje.
Y aunque dichas claves habrían sido más que suficientes para levantar por si solas el libreto de esta divertida producción para la gran pantalla, Warner y DC parece que se han dado cuenta por fin —y mira que les ha costado— que era más que necesario un cambio de tonalidad para alejar a sus películas de lo sombrío y errado de la «era Snyder» y acercarlas a las exitosas fórmulas de Marvel. Bajo dicha concepción, que ya pudimos atisbar en ‘Aquaman’ (id, James Wan, 2018), y con algún afortunado adendo que ahora pasaremos a explicar, es que encontramos en ‘¡Shazam!’ (‘Shazam!’, David F. Sanberg, 2019) el mejor título que nos ha ofrecido el universo cinematográfico DC desde que Christopher Nolan terminara con su trilogía de Batman.
Importando de Marvel un uso perfectamente medido del humor, y sin que en ningún momento éste caiga en el ridículo, hay quien dice por ahí que ‘¡Shazam!’ es a DC como ‘Deadpool’ (id, Tim Miller, 2016) fue a Marvel hace tres años. Y aunque no faltan razones para llevar a cabo dicha comparación, el tono adulto y bestia de la cinta protagonizada por Ryan Reynolds se suaviza aquí sobremanera para garantizar el acceso a público de todas las edades a una función que regala dos horas de entretenimiento para los más jóvenes sin perder de vista a unos adultos que encontrarán mil y un asideros a los que acudir. Quizás el más visible de ellos, al menos a ojos de alguien de mi generación, sea el muy ochentero tono que se le da al conjunto y las incontables referencias que, ya a los cómics del personaje, ya a la cultura popular, encierra el metraje.
Con la acertada —la muy acertada, cabría afirmar— elección de Zachary Levi como la versión adulta y muy cómica de Shazam, y las también muy acertadas de todo el elenco infantil, quizás donde peor funciona ‘¡Shazam!’ en términos de reparto es en un Mark Strong algo desaprovechado. Pero el limitado interés que despierta su Doctor Sivana es compensado con creces por el resto de virtudes de la cinta, y tanto la dirección como, por momentos, la música de Benjamin Wallfisch, rubrican una película que parece a ratos extraída de hace tres décadas y ofrecida al público actual, ese que está abrazando sin reparos esta ola de nostalgia hacia los ochenta en la que actualmente nos encontramos y que, hasta dónde puede intuirse, no parece cansarse de que los cineastas que quedaron marcados por aquellos años sigan pretendiendo rescatar la fantástica idiosincrasia de un cine que supo, y vuelve a saber, cómo tratar por igual a un amplio espectro de edades.