Trufada de fracasos de principio a fin, parece que la industria cinematográfica no se da por vencida a la hora de seguir intentando obtener éxitos de taquilla —la calidad es lo de menos, claro— derivados del vasto mundillo de los videojuegos. Ya decíamos hace unas semanas, con motivo del estreno de la muy olvidable ‘Tomb Raider’ (id, Roar Uthaug, 2018), que fundamental en que dicha insistencia no encuentre traducción, aunque sea puntual, en un filme digno de ser llamado así, es la notoria incapacidad de los responsables de turno de apercibirse de la irrenunciable realidad de que el cine no es el mismo medio narrativo que el cosmos de los videojuegos y que, por tanto, no basta con montar una cinta alrededor de tres o cuatro set-pieces medio afortunadas extraídas de los niveles más molones del juego de turno y olvidarse de construir personajes alrededor de las mismas para la película resultante no sea más que una sucesión inconexa de secuencias de acción sin nada sólido que las hilvane.
Considerando que el original —que data de 1986— proponía ponernos en la piel de un mono gigante, un lobo aún más gigante o un cocodrilo-Gozilla que superaba a éstos dos, para destrozar edificios, arrasar ciudades y zamparnos a todo lo que se pusiera por delante, que Warner pretendiera montar una producción medianamente original de dicha premisa era tan imposible como que el resultado fuera a «juntar más de dos neuronas». Quizá consciente de ello, ‘Proyecto Rampage’ (‘Rampage’, Brad Peyton, 2018) decide dejarse por el camino el intentar innovar sobre el género de los Kaiju —al que obviamente se adhiere la propuesta— y tira «palante» sin miedo con un metraje descerebrado, plagado de personajes dibujados con brocha gorda, de tópicos de esos que duelen porque quién sabe cuándo dejaron de funcionar y de frases lapidarias que, espetadas con convicción, están llamadas sin duda a provocar la risa en el respetable.
¿Hay algo malo en todo lo anterior? Pues la verdad es que no. ¿Cómo? Lo que habéis leído, NO. ¿Y cómo puede ser eso? Fácil. Porque hay que saber a lo que nos metemos y es necesario empezar a juzgar las películas por el grado de honestidad de lo que nos ofrece, y no por lo que nosotros creemos que deberían ofrecernos. A fin de cuentas, nuestra mirada, única y personal, no es más que una entre los miles de millones de cinéfilos a los que va dirigido cualquier filme y, por lo tanto, pretender calificar a una película como «mala» sólo porque no nos haya gustado o no haya respondido a nuestras expectativas, es caer en un flagrante error. Podría argüirse que semántico, de acuerdo, pero flagrante error a fin de cuentas.
Apreciada pues de esta manera, ¿qué se puede decir de ‘Proyecto Rampage’? Que es más o menos entretenida —no le habría venido mal un buen recorte en sus casi 110 minutos de proyección—; que la dirección es más o menos eficaz; que los efectos visuales cojean más o menos por el mismo pie que la realización de Peyton —al desarrollarse de día, hay muchos instantes en los que dan la cara sin remedio—; que la música de Andrew Lockington es más de lo mismo y no aporta nada al conjunto y que, si no fuera por Dwayne Johnson, probablemente no nos hubiéramos tomado la molestia de acudir al cine a ver tan arquetípica propuesta.
El incuestionable carisma que irradia el antiguo luchador de la WWE es casi siempre suficiente motivo para que servidor ignore otras cuestiones prioritarias y decida dejarse llevar por lo que ‘The Rock’ tenga a bien ofrecernos —y si digo casi es porque huí como de la peste de cierto remake de serie veraniega en el que se vio implicado el pasado 2017—. Y en lo que a él respecta, ‘Proyecto Rampage’ no decepciona: haciendo descansar sobre él todo el peso de la película —el protagonismo de Malin Akerman, Naomie Harris o Jeffrey Dean Morgan es poco más que testimonial—, las sentencias molonas, las poses chulescas y las proezas físicas imposibles siguen surtiendo el mismo efecto que en intervenciones anteriores de Johnson en el cine de acción.
Y ese no es otro que el de mantenernos entretenidos mientras nos lleva de la mano por una montaña rusa de muerte-destrucción. Que ésta tenga o no sentido, que sea previsible hasta decir basta o que, una vez vista, sea rápidamente digerida y olvidada no juega en detrimento de la diversión que la ha acompañado durante casi dos horas. De nuevo, cuestión de saber lo que uno va a ver y no pedirle, como suele decirse, peras al olmo.