En menos de diez días, he pasado de no tener claro si iba a ver ‘Mientras dure la guerra’ (id, Alejandro Amenábar, 2019); a decidir que tenía que seguir apostando por Amenábar a pesar de ese sonoro patinazo que había supuesto ‘Regresión’ (‘Regression’, 2015) pero que no escribiría sobre el filme; a, finalmente, estar viéndolo el pasado sábado y, en un momento concreto del metraje, ser consciente de que necesitaba sentarme delante del teclado para compartir algunas reflexiones sobre la elocuencia y solidez con la que el cineasta responsable de ‘Tesis’ (id, 1996) trata el arranque de la Guerra Civil española poniéndola en manos de una figura tan grande como controvertida, la del insigne Miguel de Unamuno.
A través del escritor vasco, al que encarna con una fuerza asombrosa y una fragilidad conmovedora un Karra Elejalde que ya está llamando a las puertas del Goya, Amenábar enhebra un discurso cuya mayor potencia reside en su rotunda atemporalidad. Y es que, por más que hayan transcurrido 83 años desde que se declarara el alzamiento nacionalista y España se escindiera en dos mitades, lo que entonces dividió a la tierra de nuestros ancestros sigue formando parte de la idiosincrasia de la piel de toro de las generaciones de hoy. Plenamente consciente de ello, el realizador dedica gran parte de sus esfuerzos a lo largo de unos muy concisos 103 minutos a, mediante el uso de metáforas más o menos sutiles, más o menos obvias, darnos sonoras bofetadas y dejarnos muy claro que hay heridas que no se cierran y cicatrices que nunca desaparecen.
Al hacerlo, al señalar sin tapujos con la cámara a las vergüenzas de la España que fue y a la estupidez de la España que es, el cineasta logra instantes que consiguen emocionar por su locuacidad. Entre ellos, sin que la posición indique preeminencia, los planos de apertura y cierre —ese coloreado de la bandera en contraposición a lo ajado de la tela que ondea al viento al final—; la exaltación que acompaña al cántico de un himno cuya letra queda aplastada por el mero tarareo ignorante de la melodía; su clímax, del que ahora volveremos a hablar, y ese punto intermedio que es el que me ha llevado a querer volcar aquí mis impresiones sobre el filme: en él, Unamuno y su buen amigo Salvador Vila han salido andando de Salamanca y hacen un alto en el camino para comenzar a discutir acaloradamente sobre las posiciones de uno y otro acerca de la República y sus respectivas ideologías políticas.
Tras mostrarnos cómo ambos intercambian ideas con vehemencia y contundencia, Amenábar decide acallar sus voces, elevar la música, alejar la cámara y abrir campo y, al menos a mi parecer, es ahí, justo ahí, cuando con más potencia se nos habla a nosotros, el público, de la extrema necesidad de que sea el diálogo, por encima de todo, lo que dirija nuestras vidas dejando atrás actitudes inamovibles o, por supuesto, posiciones violentas que nunca, NUNCA, llevan a nada más que inútiles derramamientos de sangre. Y no porque ambos personajes no lleguen a entendimiento y el resultado de dicha conversación suponga una ruptura, sino porque lo que nos muestra el filme es que, después de la discusión, ambos siguen entendiendo que lo que acaban de compartir son posiciones que nada tienen que ver con la amistad y el mutuo respeto que les une.
No contento con que, de nuevo, a título personal, sea esa secuencia una de las que más llama a la emoción, Amenábar rubrica la cinta con el discurso que Unamuno improvisó el 12 de octubre de 1936, una fiesta que por aquél entonces era llamada «de la raza» y que el cineasta utiliza, quizás de forma algo obvia pero no por ello menos efectiva, para hacer algo que no ha hecho hasta ese momento: posicionarse. Dando palos de diverso calado a diestra y siniestra hasta ese momento, el director ha colocado a ‘Mientas dure la guerra’ en una posición que, reflejando la propia personalidad de Unamuno, nunca termina de decantarse, depositando en nosotros, el respetable público, el que, aún condicionados en extremo por nuestro bagaje y por las lecciones recibidas de mano de la historia sobre aquellos tres años de guerra fraticida y los posteriores 36 de dictadura, vayamos asignando nuestras luces y sombras a los diversos personajes que trazaron el rumbo de nuestro país en unos pocos días de verano.
Pero, como digo, eso es hasta que, reproduciendo los acontecimientos de aquella fiesta de la hispanidad, Aménabar pinta a Millán-Astray como un inarticulado mastuerzo incapaz de hacer frente al verbo y el seso de Unamuno con algo más que tres «¡España!» que son secundados por el público asistente por los inevitables «¡Una! ¡Grande! ¡Libre!» y vítores de «¡Viva la muerte!» —recordemos que el general José Millan-Astray fue el fundador de la Legión—. Es ahí donde, esgrimiendo «esto es el templo de la inteligencia» y su legendario «venceréis pero no convenceréis», el Unamuno de Karra Elejalde se hace más inmenso delante de la cámara y donde Amenábar deja más claro ese discurso que trae al hoy las enseñanzas del ayer. Un discurso que reivindica el poder de la razón sobre la sinrazón de la violencia. Un discurso que viene cargado del legado de décadas de opresión y manchado de la sangre de los abuelos de mi generación, esos que lucharon por un ideal o fueron obligados a adoptarlo y cuyo sacrificio terminará siendo en vano si esta España, la eterna de los dos colores, la de las furibundas independencias y las extremas izquierdas y derechas no se olvida de sus diferencias y se alza, renovada, como una tierra en la que el diálogo y el respeto sean las únicas plumas que cincelen el mármol en el que se escriba nuestro futuro…y el de TODAS las generaciones por venir.