Acuñada por el escritor y filósofo escocés Thomas Carlyle a mediados del s.XIX, la calificación de la prensa como «cuarto poder» tuvo muchísimo sentido durante la práctica totalidad del s.XX, siendo fundamental el papel que el periodismo llegaría a jugar en momentos determinantes de la historia de la pasada centuria. Desafortunadamente, la aparición de internet y la notoria influencia de las redes sociales ha terminado haciendo gran mella en un medio de comunicación que busca denodadamente su sitio para volver a convertirse, no ya en vehículo que traslade noticias, sino en generador de opinión pública. Mientras eso ocurre, y la prensa es vapuleada día sí, día también, por personalidades controvertidas como las del P.O.T.U.S, la mirada que Steven Spielberg nos ofrece sobre uno de esos instantes en los que la prensa fue clave viene preñada de una doble carga de romanticismo por el medio escrito y de reivindicación de la libertad de expresión que convierte a ‘Los archivos del Pentágono’ (‘The Post’, 2017) en una de las cintas más necesarias de cuantas se estrenaron el pasado año al otro lado del charco.
Figura impopular entre la casta intelectual estadounidense, que Trump arremeta como lo hace contra la prensa, tachándola poco menos que de la causa de muchos de los males que aquejan a su país, pone de relieve mejor que cualquier otro argumento que hoy, más que nunca, es necesario darle alas al cuarto poder para que, como hiciera en el pasado que aquí se nos dibuja, se oponga de frente a los tejemanejes de un politicucho de medio pelo que más que el presidente de la mayor nación del planeta parece un niño mimado y consentido que cree que su cargo le da poderes ilimitados para hacer y deshacer a su antojo…más o menos lo que pensaba Richard Nixon antes de que el Washington Post le plantara cara y espetara un rotundo «NO» a los intentos del polémico presidente de ignorar a placer la primera enmienda de la constitución de los Estados Unidos.
Estamos en 1971. La guerra de Vietnam marca la actualidad de Estados Unidos mientras más y más voces se oponen a seguir mandando tropas al país asiático para un conflicto que, surgido a raíz de intereses políticos y económicos, nunca tenía que haber contado con la injerencia del gobierno yanqui. En esta tesitura, y por la acción de un pequeño grupo de personas, sale a la luz un informe de alto secreto que no sólo pone en tela de juicio la intervención americana en Vietnam, sino que revela el prolongado alcance de unos intereses que, ocultos al pueblo americano, salpican a cinco administraciones diferentes, las de Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson y Nixon; casi tres décadas en las que se mintió de manera deliberada al pueblo americano acerca de lo fútil de las políticas intervencionistas estadounidenses en el lejano oriente.
Liberados dichos documentos, serán dos rotativos los que jueguen un papel fundamental en hacer llegar a la opinión pública el contenido de esos «Archivos del Pentágono», el New York Times y el Washington Post. Maniatado el primero por la decisión de un juez federal —instigado, qué duda cabe, por Nixon y su gabinete—, recaerá en el segundo la responsabilidad de dar a conocer la información recogida en unos documentos que harían temblar los cimientos de la Casa Blanca: pero por aquél entonces el Post no era el diario de tirada nacional que hoy conocemos, sino un periódico local que, justo en el momento en el que se producen los acontecimientos que aquí nos traslada Spielberg, salía a bolsa con la esperanza de aumentar su área de influencia de la capital del país a todo su territorio; algo que conseguiría, huelga decir, gracias la firme resolución de Ben Bradlee, el editor al que aquí da espléndida vida —como siempre— un magnífico Tom Hanks.
Respaldado por un equipo que trabajó a destajo para hacer posible que la portada del 18 de junio de 1971 comenzará a desvelar los secretos que escondía tan revelador informe —un informe que había sido redactado a instancias de Robert McNamara, secretario de defensa de la administración Johnson—, y sancionado por la decisión última que recaería en manos de Katherine Graham, editora jefe del rotativo, el acercamiento que hace Spielberg a aquellos convulsos días es de un clasicismo de formas espléndido que apunta al cineasta como uno de los contados realizadores que hoy en día podrían reclamar la herencia de la era dorada de Hollywood: su manera de afrontar la narración, el ritmo que imprime a la misma, la elegancia a la hora de elegir encuadres, la limpieza con la que se envuelve al conjunto…todo habla en ‘Los archivos del Pentágono’ de una manera de hacer cine que se perpetua aquí en términos sobresalientes.
Bajo esa misma premisa cabría calificar lo que consiguen Hanks, Meryl Streep o Bob Odenkirk, las cabezas más visibles de un reparto sólido y sin fisuras; lo que lleva a cabo Januzs Kaminski en una fotografía que no abusa de sus tics habituales y cuya naturalidad es su mejor baza; y, sobre todo, lo que ese genio llamado John Williams vuelve a lograr en unos pentagramas sin los que el cine de Spielberg no sería lo mismo —algo que ha quedado claramente expuesto cada vez que el cineasta no ha podido contar con el talento del maestro de maestros—: la composición de Williams para ‘Los archivos del Pentágono’ respalda con energía inusitada los mejores pasajes de un filme al que, salvo el costoso arranque tras el soberbio prólogo, no se le puede interponer traba alguna, resultando especialmente notable en el maridaje imagen y música, el cuarto de hora final de proyección —créditos incluidos—, en los que el compositor vuelve a demostrar con categórica autoridad porqué se le considera el mejor músico de la historia del séptimo arte.
Y ahora, a esperar con ilusión la llegada a finales de marzo de ‘Ready Player One’, adaptación de la novela homónima de Ernest Cline que no sólo es el regreso de Spielberg a un género que entiende como nadie, sino que contará, en los pentagramas, con esa figura imprescindible para entender buena parte de la música de cine de los ochenta y noventa que es Alan Silvestri. Afirmar que tenemos las expectativas por las nubes es quedarnos cortos.