2013-2023. 10 AÑOS FANCUEVANDO
IV. Nausicaä del Valle del Viento

‘El niño que pudo ser rey’, magia ochentera

¿Por qué los 80 fueron unos años tan fundamentales en lo que a cine se refiere? Las razones no se atienen al antojo nostálgico de aquellos que crecimos durante tan mágica década y cimientan su peso en todo un abanico de disquisiciones que comienzan y terminan por un argumento esencial: fue la primera década en la que se hizo cine pensando en un objetivo que nunca había sido considerado hasta entonces, los que formaban parte de ese nutrido grupo que iba de la infancia a la adolescencia. De acuerdo, podría argüirse que ahí estaba Disney para cubrir el primer tramo de ese paréntesis de edades, pero si algo había demostrado el actual titán del séptimo arte en los tres lustros previos, eso era su total desconexión de su público habitual y la deriva a la que habían sometido a sus desgastadas fórmulas.

Dejando de lado a Disney, diría que el mayor logro dentro de ese cine que tan bien se supo trabajar durante los 80 fue dar con el tono perfecto para no tratar a los niños-adolescentes como idiotas imberbes y descerebrados a los que había que dárselo todo mascado, algo que después se perdería bajo el cambio de paradigma que impuso el cine de gran presupuesto de los 90 y que ahora, treinta años más tarde, parece que busca ser recuperado desesperadamente por todos los cineastas que crecieron bajo el influjo la década; unos cineastas que, sabiendo de sus muchas bondades, pretenden rescatarlas acaso ligeramente variadas para los cinéfagos de hoy. Joe Cornish transitó durante aquellos maravillosos dos lustros de los 12 a los 22 años, y si algo deja claro ‘El niño que pudo ser rey’ (‘The Kid Who Would Be King’, 2019) es que la voluntad del cineasta británico ha sido filtrar todo aquello que podría ser característico de las producciones más representativas de la época —con el cine de Amblin a la cabeza— y reunir el resultado en una cinta que huele y sabe como las de antaño.

Pero no nos dejemos llevar por la emoción de tener en nuestras salas un filme que parece producido ex-profeso para todos aquellos que nunca nos cansamos de ver ‘Los Goonies’ (‘The Goonies’, Richard Donner, 1985) o ‘El secreto de la pirámide’ (‘Young Sherlock Holmes’, Barry Levinson, 1985) y apuntemos, porque hay que hacerlo, que la cinta de Cornish arrastra algún que otro problemilla de ritmo, sobre todo después de su primer amago de final; que aunque termines cogiéndoles cariño, los cinco jóvenes protagonistas no son, ni un dechado de expresividad —excepto el responsable de encarnar a Merlín, un chaval de veinticinco años que es un torrente delante de las cámaras— ni sus personajes llegan mucho más allá de lo arquetípico y que, volviendo a ese amago de final, la película se hubiera beneficiado tanto de su eliminación como de un recorte que hubiera reducido sus excesivas dos horas de duración.

Más allá de estas nimiedades —porque a lo mejor os parecen que no, pero son nimiedades sin relevancia— lo que Cornish ofrece es, haciendo uso de una expresión muy manida y publicitaria, «pura magia ochentera». Una magia sometida al mínimo destilado que requieren los tiempos actuales y que, no obstante, aún pasando los filtros que a uno se le antojen, conserva el sentido del optimismo, de que nada es imposible y, en parte, de la inocencia que caracterizó a todo aquél gran cúmulo de producciones que nos hablaron de tú a tú a tantos adolescentes, dando forma a nuestros más locos sueños y voz a nuestros mayores anhelos.

Rodeado de un nivel de producción modesto pero que nunca chirría —al menos no de manera escandalosa— es en la enérgica puesta en escena de Cornish donde con mayor intensidad relumbra ‘El niño que pudo ser rey’. Para hacerlo, para brillar con fuerza, al cineasta no le hacen falta grandes aspavientos ni cabriolas de cámara innecesarias, es más, si algo cabría decir de su trabajo tras el objetivo es que siempre está donde tiene que estar y nunca al servicio de vanos juegos de pirotecnia, algo a lo que la claridad de exposición de la acción que detenta el montaje ayuda sobremanera.

Muy adecuada para niños de todas las edades —y sino que se lo digan a mi pequeña de siete años, que alucinó— por los mismos diversos mensajes que cabría encontrar en los más que consabidos clásicos de los ochenta y que tanto hay que retomar en estos asépticos tiempos, ‘El niño que pudo ser rey’ es una cinta tan imperfecta como imprescindible, una muestra más de que cuando hablamos de los 80 como lo hacemos es porque lo que se dio en ellos fue una extraña conjunción de circunstancias que convierten a aquellos años en los más singulares y, por qué no, especiales, de toda la historia del séptimo arte. He dicho.

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