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V. Kingdom Come

‘El instante más oscuro’, el poder de la oratoria

Sirvan estas primeras líneas a modo de aclaración del por qué, sólo en esta semana, os hemos ofrecido nuestras opiniones sobre dos películas que nada tienen que ver con la temática «friki» que siempre ha ostentado esta página: es creencia de este redactor que hemos de abarcar más. Ya sé, «el que mucho abarca poco aprieta». Pero no creo que ese vaya a ser el caso aquí. Siempre y cuando las ganas y mi trabajo me lo permiten, gran parte de mi tiempo libre lo dedico a sentarme delante del ordenador y redactar artículos para Fancueva —y en menor medida para Espinof— y así seguirá siendo mientras pueda y no me exijáis lo contrario, claro.

Pero me estoy yendo por las ramas. Tener tiempo para escribir me lleva a pensar que por qué hemos de constreñir los contenidos de este espacio de la red cuando son numerosas las propuestas cinematográficas que, al cabo del año, se separan de aquellos géneros como la ciencia-ficción o la fantasía y sobre las que vale —y mucho— la pena escribir. Bajo esa premisa, y con los dos ejemplos que en estos días os hemos traído, continuaremos esforzándonos a lo largo del futuro para hacer más completos los contenidos de Fancueva. Como siempre, esperamos que esta decisión sea de vuestro agrado. Y ahora, sin más dilación, pasemos a hablar de Churchill.

Incontables son ya las cintas que, desde los años cuarenta del siglo pasado, ha dedicado el séptimo arte a la Segunda Guerra Mundial, ese periodo oscuro y a la vez luminoso que pudo haber alterado por completo el rumbo de la historia de la humanidad y que, personalmente, encuentro como el más fascinante de cuantos conforman nuestro pasado, ya sea reciente o lejano. Con relatos que han abarcado todo tipo de géneros, desde el drama hasta la comedia, pasando por la acción o el estrictamente bélico, no sería muy descabellado afirmar que el cine de la II G.M es ya un género en sí mismo.

Uno al que ahora ha venido Joe Wright a añadir una propuesta algo atípica que se aleja de aquello que ocupa el grueso del cine que mira a los seis años transcurridos entre 1939 y 1945 —nos referimos, cómo no, a abundar en historias llamadas a ensalzar los episodios en los que las fuerzas aliadas contaban ya con el apoyo yanqui— y centra su atención en ese «instante oscuro» en el que Reino Unido se encontró sola contra la pared, mientras el resto de Europa caía de forma sistemática bajo el peso del ímpetu nazi. Un instante en el que si hubo un protagonista claro, cuya determinación cambió el rumbo de la historia —una frase hecha que aquí cobra un sentido asombroso—, fue Winston Churchill.

Recién nombrado primer ministro del Reino Unido ante el desagrado de muchos políticos y la mirada torva del rey Jorge, Churchill era ya un personaje controvertido al que no se le perdonaba, por ejemplo, su decisiva y trágica participación en la infame batalla de Gallipoli durante la Primera Guerra Mundial —algo que aquí da pie a un careo fantástico entre Gary Oldman y Stephen Dillane—; y su llegada a lo más alto del gobierno inglés venía cargada de cierto resentimiento y de la esperanza, por parte de sus opositores, de que su estancia en el 10 de Downing Street sería, a lo sumo, efímera.

Como nos traslada la cinta dirigida con espectacular pulso por el responsable de títulos tan variopintos como ‘Orgullo y prejuicio’ (‘Pride and Prejudice’, 2005) o la muy fallida ‘Pan: Viaje a Nunca Jamás’ (‘Pan’, 2015), las preocupaciones de Churchill eran otras que nada tenían que ver con las intrigas parlamentarias y sí con la enorme diatriba que ya se planteaba en los corrillos de Westminster: si establecerse como último bastión que hiciera frente a las fuerzas de Hitler o, como algunas voces clamaban incesantes en el gabinete de guerra, intentar llegar a un acuerdo por vía diplomática que asegurara la supervivencia de los británicos.

Y ahí, en ese debate, es donde entra de lleno ‘El instante más oscuro’ (‘Darkest Hour’, 2017) en acercarnos a aquellos días de mayo de 1940 en los que el destino del mundo libre pendía de una frágil balanza y del arrojo de un hombre cuya principal arma era su capacidad para convencer. Porque, aunque recurra a ello en puntuales ocasiones —y casi siempre lo haga con espectaculares y sobrecogedores planos cenitales—, la propuesta de Wright orienta sus esfuerzos, no a mostrarnos las gestas bélicas que iban acaeciendo al otro lado del Canal de la Mancha —para eso ya está Christopher Nolan—, sino a enhebrar un discurso que de alguna forma alabe el papel de los políticos en los momentos decisivos y el poder de la palabra cuando no hay otra arma disponible. Y a fe mía que consigue ambos objetivos.

Cinta basada en un 90% de sus dos horas y cinco minutos de duración en la fuerza y eficacia de los diálogos y, por tanto, en la tridimensionalidad de sus actores, ‘El instante más oscuro’ pasa ante nuestros ojos sin que apenas nos percatemos, y cuando uno quiere darse cuenta, se suceden sobre fondo negro ciertas notas históricas que preceden a los créditos finales. En favor de que así sea, de que el tiempo se relativice de manera tan veloz, juegan la enérgica realización de Wright —que quizá peque de falsamente efectivista en algún instante, pero son los menos y no suponen una molestia alarmante—, el ajustado trabajo de Dario Marianelli en unos pentagramas que sirven para enardecer al respetable en los siete minutos finales del metraje, el magistral trabajo de fotografía de Bruno Delbonnel, que juega de manera maravillosa con los contrastes de luz y, por supuesto, un reparto en estado de gracia encabezado por un Gary Oldman A.L.U.C.I.N.A.N.T.E.

Recomendación que se torna aquí en exhortación, tratar por todos los medios de ver ‘El instante más oscuro’ en versión original es inequívocamente indispensable por cuanto es la única manera de apreciar hasta qué punto se mete el camaleónico intérprete en la piel del primer ministro británico: su transformación física ya es asombrosa mucho más allá del magnífico maquillaje, y todo el lenguaje corporal del que fuera Drácula o Sirius Black habla del intenso trabajo que ha tenido que realizar para mimetizarse con su personaje. Un proceso éste, no obstante, que nunca llega a alcanzar cotas tan insuperables como las que se derivan de su trabajo vocal: acudir a Youtube y escuchar cualquiera de los discursos grabados de Churchill y después ver la cinta es un ejercicio capaz de dejar atónito hasta el más escéptico de los espectadores, y hay varios momentos a lo largo de la acción que uno juraría estar viendo al orondo político.

Merendándose a quien se le pone por delante, es no obstante la solidez de los trabajos de Kristin Scott Thomas —deliciosa, como siempre—, Lily James, el citado Stephen Dillane o ese convincente monarca al que da vida Ben Mendelsohn, la que en oposición a lo feroz de Oldman sirve para refrendar aún más una actuación que, tras alzarse con el Globo de Oro, las tiene todas para que la Academia se rinda por fin a sus pies. Y es que el talento de Oldman es piedra angular fundamental sobre la que se sostiene ese mensaje acerca del poder de la palabra del que hablábamos más arriba; un mensaje que, buscado o no, sirve al tiempo para golpear con la mano abierta y tremenda energía a la demagoga mediocridad de una clase política actual que mucho podría aprender de las lecciones del pasado.

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