Torpes, trastabillados, de tono asexuado, nula carga dramática y tintes surrealistas metidos con calzador, los primeros compases de la proyección de ‘Dolor y gloria’ (id, 2019), lo último de Pedro Almodóvar, hacía temer lo peor: que el cenagal en el que el manchego se adentró hace seis años con ‘Los amantes pasajeros’ (id, 2013) y que siguió explorando, en maneras muy diferentes, con la inane ‘Julieta’ (id, 2016), le hubiera cubierto ya hasta tal altura que no le permitiera moverse. Dicho de otra forma menos metafórica, que el cineasta no supiera reencontrar su mejor yo, ese que, con sus altibajos, tanto hemos disfrutado a lo largo de las décadas y que no cabía encontrar en sus dos últimas producciones.
De acuerdo, ver a Antonio Banderas moverse delante de la cámara es un auténtico gustazo haga el malagueño lo que haga, y la sutileza con la que el actor se apropia de los gestos y maneras del director en esta suerte de relato autobiográfico son de una elegancia suma que, lejos de caer en la caricatura, si algo detentan es un respecto tremendo por la singular idiosincrasia del realizador. Pero, ay, ni siquiera la arrebatadora personalidad de Banderas es capaz de llevar sobre sus hombros el pesado lastre que supone el primero de los tres encuentros —que no actos, la cinta carece de una estructura formal de desarrollo, nudo y desenlace—sobre los que se monta el entramado del filme. Tampoco le ayuda en el trance la presencia de una Penélope Cruz cuyo personaje, y esto resulta inevitable pensarlo, es un mal remedo de la Raimunda de ‘Volver’ (id, 2006), para el que esto suscribe, uno de los dos mejores filmes de Almodóvar junto a ‘Todo sobre mi madre’ (id, 1999).
Y así, con cierto desinterés y la mirada inquieta dirigiéndose de manera intermitente a la esfera del reloj, es como transcurre un tercio del metraje, destinado, de manera natural y cotidiana, a introducirnos en la vida de Salvador Mallo, un director en declive con muchos achaques físicos y severas taras emocionales y en su reencuentro con el protagonista de su obra más famosa. Un tercio que, como digo, no ofrece mucho a lo que asirse salvo la colorista y portentosa fotografía de José Luis Alcaine o la correcta partitura de Alberto Iglesias, dos constantes sin las que el cine de Almodóvar no sería el mismo.
Pero, entonces, cuando todo parece irrevocablemente dirigido hacia una nadería aún mayor, aparece en escena Leonardo Sbaraglia, Almodóvar se saca de la chistera un monólogo de Asier Etxeandía que el intérprete vasco defiende con categoría y todo aquello que hemos visto hasta entonces comienza a revestirse de una carga de honestidad, de verdad, de realismo y de, por qué no decirlo, cine, que resulta imposible resistirse a su embrujo y quedar atrapado para el resto de la proyección en los vericuetos por los que ‘Dolor y gloria’ nos va llevando acompañado, ya del actor argentino o de una Julieta Serrano que, con sus pocos minutos en pantalla, deja claro que la combinación de talento a manos llenas y veteranía es un cóctel insuperable.
Quizás no sea un regreso a sus formas más plenas. Quizás, de hecho, ‘Dolor y gloria’ sea la película más perfectamente imperfecta de Pedro Almodóvar si es que tal oxímoron es posible. Quizás resulte complicado, toda vez termina la cinta, sopesar si el lastre del comienzo es suficiente para arruinar la función o si, por el contrario, los dos tercios de metraje restante compensan sobradamente el tránsito por tan poco agraciado erial. Más seguras son, al menos, dos cosas. Una, que este redactor se decanta por creer que esos minutos sí son suficientes y que el filme vale la pena, y mucho, el precio de una entrada. Y dos, que, dejando atrás su verborrea más ordinaria y sus más excéntricas locuras, el Almodóvar que encontramos aquí no es más que la lógica evolución de la versión madura de su yo, esa que desde ‘La flor de mi secreto’ (id, 1995) comenzó a explorar el alma humana en sus recovecos menos habituales y que, esperamos, continuará haciéndolo por muchos años.