Considerando los discretos resultados que nos ofreció bajo la capitanía de su sustituto, no creo descabellado afirmar que mucho es lo que debemos seguir lamentando la marcha de Edgar Wright de ‘Ant-Man’ (id, 2015) y la decisión de Disney de que fuera un Peyton Reed carente de personalidad el encargado de llenar tan enormes zapatos como los que calza el cineasta británico. Y aún diría más: atendiendo a lo que había desarrollado hasta entonces, tanto en la espléndida trilogía del Cornetto como en la asombrosa adaptación de cierto cómic de Bryan Lee O’Malley, que las cabezas pensantes de la casa de Mickey Mouse no permitieran que Wright dejara su impronta en las aventuras de Scott Lang es un «drama» del que los cinéfilos fuimos directos sufridores. Y aún diría todavía más: a tenor de lo que pudimos ver el pasado viernes en el cine, que tan asombrosa visión cinematográfica no fuera la que acompañara al debut del héroe interpretado por Paul Rudd es, directamente, una tragedia de resonancias griegas. Porque, amigos, lo de ‘Baby Driver’ (id, Edgar Wright, 2017) NO ES NORMAL.
Y no lo es por tantas razones, que si fuera objeto de esta entrada el enumerarlas una a una, se alcanzaría un doble objetivo que, sinceramente, no pretendo conseguir: el de arruinaros las muchas sorpresas que os aguardan en los 112 minutos de proyección —creedme cuando os digo que, cuanto más «vírgenes» vayáis al cine, mejor— y el de aburrir hasta las piedras con líneas y líneas de texto que, alabando hasta el último rincón de esta soberbia producción, dieran que pensar con respecto a si servidor está cobrando comisión por cantar las mil y una alabanzas de ‘Baby Driver’.
Nada más lejos de la realidad —obviamente, espero— la honesta y casi instantánea devoción que despertaba esta cinta de robos y persecuciones de coches toda vez se hubieron encendido las luces de la sala se fundamenta, ante todo, en el nervio y el músculo que Wright demuestra, no sólo tras el objetivo —que también— sino a la hora de establecer los patrones bajo los que se va moviendo la labor de edición de Jonathan Amos y Paul Machliss. La portentosa conjunción de ambos términos se convierte en un todo indisoluble al que viene a añadirse un tercer elemento completamente indispensable para entender como Dios manda el por qué ‘Baby Driver’ es una propuesta tan original como superlativa; y ese no es otro que la inventiva detrás de la edición de sonido.
Protagonista fundamental de la acción, quizás mucho más que los propios actores —y no, no estoy exagerando—, el sonido, la maravillosa y ecléctica selección de canciones, la forma en la que éstas se integran en cada escena marcando el ritmo al que discurre todo —un recurso llevado al paroxismo para conseguir que hasta las balas salgan disparadas al compás de la tonadilla de turno— y la indescriptible personalidad que la idea de usarlo así aporta a la cinta, termina por convertir a ‘Baby Driver’ en una suerte de musical completamente diferente a cualquiera que hayamos podido ver hasta ahora.
Es tal la fuerza con la que la terna dirección-edición-edición de sonido arremete contra el espectador que, como decía en el párrafo anterior, empequeñece en no pocos instantes el soberbio trabajo que el equipo interpretativo al completo realiza durante todo el metraje, algo que, quizás no sea mucho decir —o al menos no muy novedoso— en el caso de Kevin Spacey, Jamie Foxx o un John Hamm en un registro alucinante, pero que sí reserva más de una sorpresa al que piense que el «sosainas» de Ansel Elgort, el hermano de la protagonista de la saga de ‘Divergente’ (‘Divergent’, Neil Burger, 2014), o esa frágil belleza que con la que Lily James encarnaba a Cenicienta, tenían muy poco que ofrecer. Cuán equivocados podríamos estar.
Si bien la británica compone un personaje rico en matices que en instantes puntuales huye de ser ese elemento secundario que, con poco que decir, complementa al protagonista, es en Elgort donde ‘Baby Driver’ nos pilla completamente desprevenidos: oculto casi siempre tras unas gafas de sol, el pertinaz melómano al que pone pasión el joven de veintitrés años es capaz de hablar de tú a tú con la siempre increíble fuerza de Spacey, o la que para la ocasión también destilan Foxx y Hamm, siendo particularmente brillantes los careos que Baby, el sobrenombre por el que todo el mundo le llama, tiene con cada uno de ellos.
Habréis observado que, salvo la puntualización de aquello que convierte a ‘Baby Driver’ en un hito sin par del séptimo arte, he pasado por alto entrar en detalles sobre cualquier aspecto que tenga que ver con el guión y lo que éste ofrece. Lo dije al comienzo: es ésta una película que hay que ver sabiendo cuanto menos, mejor y creo que, con lo que habéis leído hasta aquí, es más que suficiente. Así que ya sabéis, levantaos del asiento a la de ya, arreglaos lo mínimo indispensable, acercaos al cine más cercano y preparaos para disfrutar de una cinta que os va a dejar atónitos. Palabra.